miércoles, 13 de mayo de 2009

UN ENSAYO SOBRE EL OLVIDO (1)

1.- ALFONSO

“Juanma es un solitario criador de perros que vive en las afueras de Málaga. Su vida transcurre entre las competencias caninas de las que participa en toda Europa, y el adiestramiento de animales no sólo para torneos y exhibiciones, si no que además para colaborar con la policía, situación que lo relaciona con el que quizás es su único amigo, el Capitán Armijo. Conoce al dedillo el comportamiento y características de sus animales y de otros canes que no son de su propiedad, habilidad que lo convierte en un personaje excepcional. Durante un tiroteo entre la policía y narcotraficantes, uno de los perros de Juanma muere en misteriosas circunstancias. La investigación que lleva junto a Armijo se une a la de Isabel, joven miembro de un grupo radical ecologista. Juntos recorrerán Europa descubriendo el oscuro mundo de las más sangrientas y brutales competencias clandestinas que involucran todo tipo de animales, al mismo tiempo que develarán la turbia trama que se oculta tras la muerte del perro de Juanma”.

Alfonso observó por unos segundos más las letras impresas sobre la contraportada negra antes de volver a la solapa donde estaba su reseña biográfica.

“Alfonso Correa Henke nació en Santiago de Chile hace 38 años. Es abogado, pero la literatura es la pasión que lo ha llevado a la fama mundial. Radicado en Madrid desde hace poco más de una década, ha publicado cuatro novelas y un libro de cuentos. “Bajo el Puente”, su primera publicación, obtuvo el Premio Goncourt y se editó en cinco idiomas en más de cincuenta países. Su tercera novela, “Corazones de Cemento” fue aplaudida ampliamente por la crítica, publicada en casi cien países y próximamente será llevada al cine, guionizada por el propio autor, quien reparte su tiempo entre las cátedras que dicta en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, la realización de talleres literarios independientes y su incansable labor como escritor”

Se quedó mirando la portada por un par de minutos. Nunca estuvo muy convencido del diseño final que le propuso Mercè Llunell, su editora catalana, mujer cincuentona de carácter recio y con la que había aprendido a no discutir pues generalmente, sus decisiones eran las correctas. Alfonso se dedicaba a escribir. Lo demás, lo dejaba en manos de Mercé y también de Almendra. Al fin y al cabo, ella era la que en los últimos años había despejado sus reticentes dudas respecto de muchas decisiones literarias y de vida en pareja. La mirada penetrante del perro, rodeada por la oscuridad y trazos que asemejaban gruesos y sucios pelos, y algunas manchas de sangre excesivamente roja no era lo que tenía en mente para el título de la novela, “El Galgo”. Es más, ese era el apodo del personaje que sirve como catalizador para la subsiguiente epopeya de Isabel, Juanma y Armijo en busca de desenmascarar la turbia red oculta tras las peleas de perros, carreras clandestinas de caballos, tráfico de pieles, cacería de especies en peligro de extinción… Pero sus deseos nada tenían que ver con la excelente venta que había tenido la novela hasta la fecha y el llamado de un productor estadounidense solicitando los derechos del libro para llevarlo a la pantalla grande. Observó las nubes que pasaban por la ventanilla del avión como marejada de algodón e imaginó qué actores gringos podrían encarnar a Juanma, Isabel, el Galgo, Armijo… Acarició la portada con suavidad y se llevó los dedos a la nariz para percibir los retazos del aroma a libro nuevo que tanto le gustaba. Le subió el volumen al reproductor de mp3 y trató de concentrarse en la guitarra sollozante de Steve Vai, pero sabía que todo eso era una excusa para evitar la ansiedad angustiosa que le provocaba el hecho de saber que, después de trece años, volvía a Chile.

No era que nunca hubiese querido ir. Es más, estuvo varias veces con los pasajes en la mano, pero los imponderables de la vida le impidieron el regreso. Cuando sus padres se separaron, sintió la imperiosa necesidad de ir a consolar a su viejo. Mal que mal, Víctor tenía sangre de artista, aunque lo suyo era la pintura, y era el único que lo había alentado abiertamente a escribir. Suponía que el más afectado por aquella situación sería él, no mamá. Ella sería capaz de reorganizar su vida, considerando además que en esa época, a sólo dos años de su partida, aún no superaba la barrera de los cincuenta, a diferencia del viejo que ya pasaba los 60 y que con el paso del tiempo se había tornado más arisco, filosófico y ermitaño, al punto de renunciar a la compañía que había fundado a fines de los 70 junto a varios colegas y amigos, para dedicarse plenamente a su pasión postergada, la pintura. Quizás esa fue la decisión que terminó por colmar a Beatriz o sólo la excusa que buscaba para dejarlo solo y a su suerte.

Alfonso no pudo viajar en la fecha prevista. Tenía encima el lanzamiento de su primera novela y con ella, compromisos que Mercè le prohibió cancelar. Una vez terminada la vorágine de la edición, que ni él mismo había imaginado en sus mejores sueños, lo intentó nuevamente, pero una oferta el Instituto de Artes Courtauld de Londres para realizar algunos cursos de literatura, le hicieron cancelar definitivamente las reservas. De todas maneras, llamados telefónicos y correos electrónicos le confirmaban que sus padres estaban relativamente bien, cada uno por su lado. Víctor pujando por levantar su carrera como pintor, aunque sólo había conseguido venderle sus obras a algunos amigos; Beatriz, disfrutando de viajes por el mundo junto a su nueva pareja, un gringo colorado, gordo y blondo que explotaba oro y diamantes en minas de tres continentes.

Supo que volaba sobre Chile con sólo ver las estrías de los cerros de la portentosa cordillera de la costa. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, tensándole el estómago, secándole la garganta, engrosando las lágrimas que no quería derramar. Pensó en Almendra por breves segundos ¿Qué hubiese sentido? ¿Cómo trataría de aplacar un posible ataque de nervios incongruente e injustificable? Ella poco sabía de sus manías y obsesiones, así es que lo más probable es que durante el viaje, hubiera reprimido todas esas sensaciones que lo conmovían. Por eso quizás, recordó la segunda vez que quiso viajar. Fue para despedir a Arturo, su primo, su mejor amigo. Habían nacido con un par de meses de diferencia y ese mellizazgo casual y a medias sanguíneo, los unió en andanzas infantiles y aventuras juveniles. Le dolió saber que una pena de amor lo había obligado a tomar la fatal decisión de tirarse desde el balcón de su departamento en Las Condes. Aquella hermandad cómplice de otrora le hirvió la sangre y como nunca, extrañó Chile, extrañó Santiago; las calles de Ñuñoa en donde jugaba a la pelota, los patios del colegio, tomar cervezas en las plazas, carretear en Bellavista, los pastos de la universidad, los besos furtivos de media tarde con Emilia… La verdad, no pensó en ella mientras preparaba las maletas y hacía las reservas para viajar lo antes posible a Chile, aún sabiendo que no llegaría al funeral. Pero debía despedirse de Arturo. En esa ocasión, una repentina fiebre fue el primer síntoma de la pulmonía que lo tuvo postrado por dos meses. Cuando se recuperó, ya no valía la pena cruzar el charco.

La tercera vez había sido después de la publicación de “Corazones de Cemento”, la epopeya de un albañil nigeriano en Europa. El revuelo causado por la adquisición de los derechos para convertir la novela en un film hollywoodense por fin tentó a un productor chileno que le ofreció una visita al país para firmar libros, participar de programas de televisión, dictar algunas charlas, todo decorado por alucinantes regalías… A Almendra aquella oferta tan ampulosa le parecía, por lo menos, extraña. Alfonso no escuchó a su pareja y se lanzó en manos de los medios, anunciando su regreso a Chile. Almendra le dijo por primera y última vez que le prestara atención antes de tomar cualquier decisión. Cuando Alfonso estaba a punto de subir al avión, todo se canceló. El productor no era más que un estafador que se hizo de veinte millones de pesos de los diferentes auspiciadores de la visita de Correa Henke y que en un pestañeo, desapareció sin dejar rastro alguno.

Eso había sido hace poco más de un año. El guión estaba terminado. La película se empezaría a rodar en una semana. Ya no tomaba decisiones importantes sin consultar con Almendra y luego, con Mercè. En base a lo sugerido por ellas era que luego de pasar por Santiago volaría directamente a Italia para ser testigo de las primeras escenas del rodaje de “Corazones de Cemento”. Mercè había coordinado esta visita a Chile, el mismo Chile que veía allá abajo cada vez más lleno de colores y formas calcadas de un mapa satelital. No quedaban más de veinte minutos de vuelo, así es que apagó el reproductor de mp3 y se abrochó el cinturón. Con los pies confirmó que su notebook todavía estuviese bajo el asiento y cerró los ojos. La visita incluía la firma de autógrafos en una librería de Providencia, un par de entrevistas esa misma tarde, un taller intensivo de literatura para estudiantes de educación media en el Instituto Nacional; más entrevistas y otra firma de autógrafos al día siguiente y luego, un par de días de solaz para visitar a sus padres, a sus primos, a su hermana, a sus amigos…

La voz de una aeromoza anunció, en español e inglés, el inicio del descenso sobre la losa del aeropuerto Arturo Merino Benítez. Alfonso cerró los ojos. Esa era la parte que más detestaba de los vuelos. Ya le había pasado en Buenos Aires hace varias horas y hace un rato, en Lima. En ese momento, la sensación de vacío y náuseas era aún más desagradable, pues se le mezclaba con la ansiedad ya incontrolable de pisar tierra chilena lo antes posible, de sentirse en casa otra vez. A Alfonso le parecía que la presión iba a comprimir la cubierta metálica del aparato, convirtiéndolo a él y a los demás pasajeros en charquicán. Luego, las ruedas tocando la pista, acentuando por breves segundos las sacudidas rápidas y sucesivas. Debería calmarse, pero aún tenía el corazón atravesado en la garganta y los pulmones, congelados por el pánico, imaginando una decena de tragedias diferentes que podían ocurrir durante aquel fugaz recorrido sobre la losa. Sólo cuando el avión se detuvo definitivamente, abrió los ojos. Todos los malestares desaparecieron en milésimas de segundo y por fin, pudo despegar las manos de sus rodillas, en donde dejaron notorios trazos de transpiración. Inspiró hondo y sacó su notebook de abajo del asiento, disponiéndose a descender y pisar suelo natal por primera vez en trece años… Trece años. Qué rápido pasó el tiempo, pensaba, como hojas de un libro que no le gustaba y comenzaba a saltar hasta dar con algún capítulo que le gustara, y así sucesivamente, hasta llegar al final, sabiendo con claridad todo lo que había ocurrido en la novela, pero sin haberla leído en su totalidad. Así sentía que había pasado aquel tiempo en España, como si lo único que hubiese estado esperando era aquel regreso, como un moderno exiliado por motivos más sentimentales que políticos, un patiperro por descarte, expatriado por decisión propia y tozudez intransigente. Avanzó por la manga, confundiéndose con los pasajeros, disfrutando el contaminado aire santiaguino, tan contaminado como en otras partes del mundo pero que ahí, tenía un gusto especial, un aroma nostálgico, vivo, casi poético. Lo primero que haría al llegar al hotel sería llamar a Víctor, a Beatriz y a Marcela, su hermana, aunque nunca se habían llevado bien pero qué más daba, la sangre tiraba y quizás era el momento de sanar viejas heridas. La espera por el equipaje se la hizo eterna, mientras se distrajo pensando en las palabras ideales para usar en la conferencia de prensa. Sus pupilas se detuvieron en las estrías kitsch del alfombrado mientras en sus oídos redundaban algunos murmullos que parecían denotar haberlo reconocido de la contraportada de alguna edición pirata de cualquiera de sus novelas. Por fin vio pasar sus maletas y con presteza, las cogió para dirigirse a paso raudo hacia la salida de la terminal.

Entre la masa informe de gente agolpada tras los ventanales, esperando a los pasajeros que lo rodeaban, Alfonso trató de descubrir en el menor tiempo posible el letrero que llevaba su nombre, de acuerdo a la promesa de Simón Urbano, el gerente de la editorial en Chile. Y cuando creía haber visto a un chofer de aspecto cansado e indiferente, es que las desesperadas señas de un par de brazos largos y flacos le llamaron la atención. No demoró en encontrar y reconocer el rostro al que pertenecían aquellas extremidades de orangután adolescente. Entre los contornos a contraluz, vio aparecer la cabeza angulosa de Sergio Linares; su boca se movía, pero Alfonso era incapaz de identificar lo que decía. Tampoco pudo hacerlo una vez que Linares lo estrujó entre sus brazos, haciéndole sentir que definitiva y realmente estaba en Chile. El chofer por encargo se les acercó, masticado alguna vulgaridad entre dientes.

-¿Usted es el señor Alfonso Correa?

-Sí, sí…

-No se preocupe, amigo. A este huevón me lo llevo yo ¡Hace trece años que no lo veo!- interrumpió Linares, arrastrándolo lejos del conductor que no hacía más que insistir en que la carrera se la iban a tener que pagar completa, hasta el hotel…

-No era necesario, Sergio…

-¿Cómo que no? Esto es un motivo de celebración, compadre, hay que aprovechar al máximo los días que estés aquí. Te tengo preparado todo un itinerario para ver a los viejos compañeros de carrera, ir a carretear a un par de pubs y…

-Vine a trabajar, no a carretear. Y a ver a mi familia. Si me queda tiempo, podemos hacer algo, pero tengo otras prioridades.

-Los años te han cambiado, Alfonso, pero bueno, ahí veremos qué se hace. Ya, ahora dime dónde tienes que ir- Sergio abrió la puerta del auto, invitándolo a sentarse con una sobreactuada reverencia.

-Al Hyatt, por favor- respondió Correa, engolando la voz.

Santiago era diferente, pero era el mismo. Las calles lucían aparentemente distintas entre nuevas señalizaciones, cambios de sentido, semáforos en esquinas antes intocadas, micros de colores que sólo había visto por televisión o en internet, muchos más autos de los que recordaba, pisoteando el asfalto con inclemencia abrumadora de gran capital. Pero entre todos esos cambios obligados por el progreso impiadoso, le era fácil identificar las mismas fachadas grisáceas, los árboles centenarios de la Alameda, los viejos locales que solía visitar y las marquesinas sucias de los que nunca había conocido. Sí, porque Alfonso aún tenía en la memoria el contraste oprobioso entre el Santiago que había dejado con el de un Madrid moderno y primoroso. Pero era especialmente el ademán adusto de los transeúntes el que le recordaba el inherente y sólido contenido espiritual de la ciudad que había dejado atrás hacia tanto tiempo, más del que realmente el calendario le indicaba y que comenzaba a vislumbrar como un sueño demasiado largo. Un sueño que le había sumado algunos kilos, despejado la frente igual que su padre, cincelado unas arrugas inocuas en diversos ángulos del rostro; un sueño que lo había convertido en un escritor profesional, en profesor, en novio orgulloso y pleno... Recordó el compromiso hecho con Almendra unos días antes del viaje. De hecho, recordó a Almendra después de muchas horas en las que divagó buscando olvidar el miedo a volar. Sacó la billetera y le mostró una foto de ambos, tomada hace casi cinco años en el acceso principal del Palacio Gaudí.

-Si, la he visto- acota Sergio, apenas echándole una mirada a la fotografía antes de volver a concentrarse en la carretera.

-Es imposible que hayas visto esta foto, Linares. No seas mentiroso…

-No, la foto no. A ella. Nos has bombardeado con tus correos electrónicos y tu mamá también nos reenvía lo mismo. Está orgullosa de ti y no pierde ocasión para demostrarlo.

-¿Mi mamá?- Para Alfonso fue toda una sorpresa. Después de todo lo que había ocurrido, no imaginaba a Beatriz con el pecho inflado por sus logros.

-Si, tu mamá, porque tu hermana ni siquiera habla de ti.

Eso no era extraño. La relación con Marcela, que nunca fue de las mejores, empeoró hasta hacerse inexistente después de la separación de sus padres. Y él aún no podía comprender cómo ella fue capaz de ponerse del lado de la mamá y más aún, cómo fue capaz de insinuar que no había sido una pena de amor la que había obligado a Arturo a suicidarse, si no que aquella horrible e incurable enfermedad que él ni siquiera se atrevía a mencionar en voz alta para no perturbar el descanso eterno de su primo.

-¿Y cómo están los demás?- preguntó. -A muchos les he perdido el rastro en los últimos meses.

-Bueno, tú ya sabes que el Feña está trabajando en Nueva York, que la Mari Contardo está dedicada a sus cuatro hijos, que Salvatierra es uno de los cerebros del Ministerio de Hacienda, el Guatón Kalasic y el Toño Iceta siguen trabajando en el diario, y la Susy Prieto se dedicó al negocio de los restoranes con su marido… Yo tampoco he sabido mucho de los demás. Alejo Müller está viviendo en Brasil, en una comunidad indígena o algo así, haciendo un documental que lleva años… La Pola Cataldo se fue a vivir a Punta Arenas con su esposo y bueno, la Emilia…

-No me hables de ella. No quiero saber nada.

-Compadre, no hueveé. El perdón nos hace bien para el alma.

Alfonso no respondió. Se cruzó de brazos tratando de borrar las imágenes que se le agolparon en la mente como una avalancha que poco a poco, fue cobrando sentido, entre lágrimas, pastillas, promesas estúpidas e incumplidas, hasta que la película comenzó a correr en reversa, al preciso instante en que ella cerró definitivamente la puerta de la sala para nunca volver, dejando como único y doloroso legado, el anillo de compromiso que por un par de meses llevó en sus dedo anular izquierdo.

Nunca imaginó que un cuerpo ocupara tanto espacio y consumiera tanto aire.

La única promesa que cumplió fue la de irse de Chile. Claro que pensó que sería por menos tiempo, pero las cosas se le dieron excelentemente bien en el exterior, hasta que se enteró de la traición de Emilia, una traición peor que la de la ruptura…

El Hyatt se dibujo en toda su magnífica y gélida opulencia en el horizonte. A los pocos minutos, el auto de Linares se hallaba detenido en el estacionamiento. Junto a un botones, Simón Urbano, impecablemente vestido de lujoso y prefabricado sport, le fruncía el ceño al saludarlo, preguntándole con la mirada por qué diablos le había hecho gastar dinero en un chofer de mal genio y actitud prepotente que le estaba cobrando por una carrera que no hizo.

-¿A qué hora empezamos?- preguntó Alfonso, buscando evitar el tema del arribo.

-En una hora más debemos salir del hotel para ir a la librería. Anita está coordinando todo allá. Tenemos al menos cincuenta personas que están esperándote y los medios llegarán, como siempre, al filo de la hora.

Linares le extendió una tarjeta.

-La invitación está hecha, compadre. Me llamas, ¿okey?

Alfonso asintió con las pestañas. Linares dio media vuelta, mientras él se internó en el hall amplio y aséptico, tras Urbano y el botones que cargaba sus pocas pertenencias en un innecesario carrito.

Se tendió en la cama cuan largo era. Se quedó mirando el techo, buscando blanquear la mente, pero Emilia volvía insistentemente a sus recuerdos. Había sido una perra. No por lo de la ruptura, pero sí por lo del libro. Descaradamente, le había robado su idea, sus palabras, su talento. Y lo peor de todo era que no tenía cómo demostrarlo, pues el único manuscrito original de aquella obra maestra que se había convertido en texto obligado de toda su generación, estaba en manos de Emilia ¿Cómo pudo haber sido tan estúpido? Un arranque de ira y despecho, lo había obligado a vomitarle aquel texto apócrifo, testamento de todas sus vivencias juntos, como una forma de provocarle algún remordimiento. Pero ella había sido más inteligente y fría. Tomó aquel tratado y lo publicó a nombre propio, llenándose de éxito y dinero. Alfonso sacudió la cabeza. Era hora de tomar una ducha y olvidar de una vez por todas aquellas cicatrices dolorosas a punto de volver a sangrar. Incluso el agua era distinta en Chile. Su sabor, su consistencia, su transparencia engañosa… Al poco rato, ya estaba vestido con un pantalón de tela oscuro, una camisa beige y el escaso cabello que le quedaba en la cabeza, mucho más abundante en los parietales, bien despeinado. Los anteojos de marco negro y grueso bien instalados en tabique y las palabras para responder a cualquier pregunta, en la punta de la lengua, como balas en un cargador.

El citófono llamó. Simón Urbano le solicitaba perentoriamente que bajara para partir a la librería. Antes de salir, el móvil de Alfonso le indicó que una llamada de Mercè estaba entrando.

-¿Todo bien?

-Sí, todo bien. Un malentendido con el chofer, pero nada más.

-Sí, ya me enteré. Eso no es lo que importa. Tienes que enfocarte en hacer bien las cosas por allá. Firma libros, habla con la prensa… haz lo tuyo, coño. Y por favor, evita a tus amigos y trata de no ocuparte mucho de tu familia. Sé que tienes muchas ganas de verlos, pero no es tu objetivo principal.

-Sí, lo sé. Te llamo apenas termine en la librería.

-Okey.

Apenas terminó de hablar con Mercè, marcó el número de Almendra, pero no obtuvo respuesta. Poco después, ya estaba nuevamente en el hall, casi arrastrado por Simón Urbano hacia un taxi que los llevaría hasta Providencia. Volvió a llamar a Almendra. Esta vez, escuchó el tono de espera por largo rato, mientras trataba de captar lo que Urbano le decía para responderle una vez que colgara.

-… y en la noche cenamos con algunos ejecutivos de las empresas que auspiciaron tu visita. Ya sabes, algo formal, como para dejarlos contentos, ¿te parece?

-Por supuesto. Ese es uno de mis objetivos principales- concluyó Alfonso. Supuso que en un par de horas más, Simón le repetiría el itinerario, así es que no se preocupó demasiado. Sí se sorprendió al llegar a la librería y encontrar un numeroso tumulto en las afueras. No tardó en descubrir que llevaban diferentes ediciones de sus libros entre manos. El falso orgullo le jugó una mala pasada. Bajó del auto con lentitud de sabio sereno, sin considerar que los más jóvenes no respetarían el frágil orden establecido y se abalanzarían sobre él, buscando su autógrafo con celeridad para largarse ahí lo antes posible. Urbano, el chofer del taxi y un par de mocosos empleados de la librería le sirvieron de débil escudo para llevarlo al interior, casi en vilo, mientras él trataba de mantener la compostura en medio de aplausos, vítores y frases de apoyo y adulación. Conversó brevemente con la dueña del local, mientras se daban la mano. Ella le aseguró que jamás, en sus veinte años de trayectoria, había ocurrido algo así. Luego, saludó a Anita, la asistente de Urbano, una chica joven y delgada, de actitud tímida y ojos tristes. Una vez detrás de un escritorio especialmente habilitado para la firma de los libros y custodiado por los mismos enclenques e improvisados guardaespaldas, Alfonso saludó al público presente y a los medios de comunicación que se habían venido encima, acorralándolo entre la mesa, la estantería que estaba a sus espaldas y los casuales guardias. En seguida, respondió algunas preguntas de los periodistas (sin usar ninguna de las frases que había masticado durante el viaje), todas ellas en torno a la posibilidad de llevar “El Galgo” al cine, y luego, acuciado por las palabras de la propietaria del lugar, inició la firma de libros que, por lo visto, le tomaría varias horas.

Los fanáticos de mirada absorta eran variopintos. Desde niñas de uniforme escolar y peinados de dibujo animado japonés, hasta tipos y tipas con vestuario y actitud intelectual, una mezcla absurda de retazos góticos, punks y beatnik, además de algunos viejos de ademán compungido, actitud flemática y millones de lecturas colgándole de los ojos. Los escuchaba hablar mientras repetía la dedicatoria bajo el título impreso en grandes letras Garamond negras en la página tres. Pero era incapaz de retener lo que decían. Adulaciones, epifanías de madrugada, arengas de ánimo, confesiones de escritores principiantes y buenos deseos abundaban en los cortos discursos a los que se enfrentaba mientras dejaba correr la pluma con una sonrisa maniquea tallada en el rostro. El hambre comenzó a acosarlo. La mirada de Simón lo apuraba. La fila de fans aún era larga. Urbano ordenó cerrar las puertas a pesar de las pifias furibundas y los insultos de los que quedaron fuera.

-No has cambiado en nada.

Aquella voz lo congeló. Acababa de abrir el libro que unas delgadas y pálidas manos femeninas le habían entregado, sin levantar la cabeza ¿Cómo pudo olvidar aquellos dedos gélidos y mustios? En cosa de segundos, decenas de escenas de una vida que parecía anterior, ajena y novelada pasaron por su cabeza. Obligado por la situación, levantó la vista. Emilia tampoco había cambiado demasiado.

-Sigues teniendo el mismo desprecio por la gente que te rodea- continuó ella, con una sonrisa pétrea cincelada fríamente entre sus mejillas etéreas.

-Me parece que no es el momento de discutir sobre mi forma de ser ¿Por qué mejor no me dices para quién es la dedicatoria?

-Para mi mamá.

Alfonso se detuvo antes de escribir el nombre que concluía la frase “Con mucho cariño para…”. Emilia percibió su turbación, pero no dijo nada. Simón hablaba por el móvil. La dueña de la librería miraba la hora mecánica y compulsivamente, con ademán absurdo y desconcertado. Las cabezas de los fans se asomaban constantemente, buscando descubrir el motivo de la detención del caudal que hasta el momento, había fluido lenta pero constantemente.

-Emilia… Recuerda que llevo el mismo nombre de mi madre- dijo ella, finalmente, sin disimular la sorna.

-¿Estás segura que no es para ti?- replicó Alfonso, con similar ironía.

-Sí. No me gustan los libros rayados ni con las puntas dobladas. Tú lo sabes.

Alfonso escribió el nombre con letra temblorosa. Otra vez, en cosa de segundos, ciertos hechos golpearon sus músculos con ira sádica, tensándole los dedos mientras terminaba la otra parte de la dedicatoria. Cerró el libro. Nuevamente levantó la vista para entregárselo a Emilia y reflejar sus pupilas en las de ella para darse cuenta que el haberle robado años de su vida y creatividad no le dolían en lo más mínimo, que aquella afrenta en contra del doloroso amor de juventud no fue más que una excusa para el saqueo impiadoso de las riquezas de su mente. Y peor aún, que nadie jamás lo sabría. Apenas ella hubo dado vuelta, encaminándose hacia la puerta de acceso, Alfonso llamó a Simón.

-Tenemos que irnos.

-Sí, lo sé, pero primero debes terminar de firmarle los libros a esta gente, así es que cambia la cara y haz lo tuyo.

Por un momento, Alfonso quiso golpearlo, pero se contuvo. Sonrió plástico y se volvió hacia el tipo alto, flaco, barbón y de bufanda roja que le extendía una copia de “El Galgo” que él cogió con rudeza. Le era imposible dejar de pensar en Emilia, recrear su rostro lechoso y frío sobre el título en letras negras que le recordaba la traición, el quiebre, la soledad, el exilio tan doloroso en un comienzo, tan merecido después. El móvil llamó. Era Almendra.

-Mi amor, estoy en la librería aún. Te llamo cuando llegue al hotel.

-¿Todo bien, Alfonso?- pregunto ella, entre estática y ecos.

-Sí. Todo bien. Fue muy bueno regresar- mintió, pues su cuerpo le pedía a gritos volver a España antes de encontrarse con más trozos tortuosos de su pasado indeciso y cubierto por la contaminación de la capital que en ese instante, le volvía a perecer pueblerina, mientras la pendeja de uniforme estaba a punto de estallar en lágrimas, mientras entre palabras atropelladas intentaba explicarle lo trascendental que fue para ella haber descubierto sus textos. Él sonrió compasivo.

-Te llamo, ¿okey?

-Okey…

Colgó. Le echó una mirada rápida a las veinte personas que aún quedaban en la fila y suspiró aliviado. Aquel martirio estaba pronto a concluir. Se quedó mirando a la pendeja con furia, congelándola en un rictus de supurante espanto.

-Si realmente hubieras leído todo lo que he escrito, no te podrías sostener en pie- le dijo, pero como si hablara consigo, terminando la rígida dedicatoria con un gran firma.

Simón le recomendó a esperar a que el tumulto en el exterior se disolviera, pero los rostros pegados a las vidrieras le indicaban a Alfonso que estaban dispuestos a esperar por lo menos, un par de horas más. Y él, ya no quería estar ahí. Sólo imaginar los libros de Emilia apilados junto a los suyos le revolvía el estómago y aquel deseo nudosa de volver a España, a su casa, a Almendra lo antes posible, acrecentaba aquella sensación de vértigo incontrolable. Usando nuevamente el mismo enclenque escudo humano que lo llevó al interior, Alfonso regresó al auto, rodeado por epítetos de grueso e insultante calibre. No bien hubo tomado Avenida Providencia, un par de libros se estrellaron contra el parabrisas trasero y otros tantos, en el techo y las puertas.

-¿Podemos cancelar las actividades de la tarde? No me siento bien…

-No podemos cancelar nada, Correa. Estamos con el tiempo en contra y lo sabes, pero sí vamos a retrasar las entrevistas de la tarde en un par de horas. Te pasaré a buscar a las cuatro.

Alfonso miró el paisaje que se deslizaba como una diapositiva al otro lado del vidrio semi polarizado. El recuerdo penitente de Emilia sometía impúdicamente el paisaje, recordándole con hierros al rojo vivo por qué se había ido de Chile, el motivo fatal de aquella huida suicida hacia ninguna parte. Trató de concentrarse en los eventos que se avecinaban, en Almendra, en las órdenes de Mercè, en la película que se empezaría a filmar la próxima semana, en los primeros borradores de su nueva novela, una sátira negra acerca de mimos y payasos desempleados que quieren reverdecer sus laureles artísticos convirtiéndose en el acto principal de la ceremonia de coronación de un dictador-emperador africano… Nada evitaba que el recuerdo de Emilia volviese una y otra vez a nublarle las pupilas y quemarle los párpados con saña tozuda y burlesca.

Se recostó en la cama nuevamente. No encontraba motivos para seguir el programa establecido para aquella farsa en que se había convertido el retorno a Chile. No estaba en sus planes ver a Linares y Emilia antes que a sus padres y a su hermana, menos tener que cenar con un montón de gordos y zalameros auspiciadores hasta quizás qué horas. Pero el destino, que siempre le había jugado con trampas y cartas marcadas, otra vez le había ganado la apuesta. Sin embargo, Alfonso aún tenía algunos trucos para cambiar la suerte de aquella mano adversa. Y decidió hacerlo, vencido por el impulso necesario de volver a olvidar.

Entonces, buscó el número de su padre en su móvil.

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