miércoles, 13 de mayo de 2009

UN ENSAYO SOBRE EL OLVIDO (1)

1.- ALFONSO

“Juanma es un solitario criador de perros que vive en las afueras de Málaga. Su vida transcurre entre las competencias caninas de las que participa en toda Europa, y el adiestramiento de animales no sólo para torneos y exhibiciones, si no que además para colaborar con la policía, situación que lo relaciona con el que quizás es su único amigo, el Capitán Armijo. Conoce al dedillo el comportamiento y características de sus animales y de otros canes que no son de su propiedad, habilidad que lo convierte en un personaje excepcional. Durante un tiroteo entre la policía y narcotraficantes, uno de los perros de Juanma muere en misteriosas circunstancias. La investigación que lleva junto a Armijo se une a la de Isabel, joven miembro de un grupo radical ecologista. Juntos recorrerán Europa descubriendo el oscuro mundo de las más sangrientas y brutales competencias clandestinas que involucran todo tipo de animales, al mismo tiempo que develarán la turbia trama que se oculta tras la muerte del perro de Juanma”.

Alfonso observó por unos segundos más las letras impresas sobre la contraportada negra antes de volver a la solapa donde estaba su reseña biográfica.

“Alfonso Correa Henke nació en Santiago de Chile hace 38 años. Es abogado, pero la literatura es la pasión que lo ha llevado a la fama mundial. Radicado en Madrid desde hace poco más de una década, ha publicado cuatro novelas y un libro de cuentos. “Bajo el Puente”, su primera publicación, obtuvo el Premio Goncourt y se editó en cinco idiomas en más de cincuenta países. Su tercera novela, “Corazones de Cemento” fue aplaudida ampliamente por la crítica, publicada en casi cien países y próximamente será llevada al cine, guionizada por el propio autor, quien reparte su tiempo entre las cátedras que dicta en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, la realización de talleres literarios independientes y su incansable labor como escritor”

Se quedó mirando la portada por un par de minutos. Nunca estuvo muy convencido del diseño final que le propuso Mercè Llunell, su editora catalana, mujer cincuentona de carácter recio y con la que había aprendido a no discutir pues generalmente, sus decisiones eran las correctas. Alfonso se dedicaba a escribir. Lo demás, lo dejaba en manos de Mercé y también de Almendra. Al fin y al cabo, ella era la que en los últimos años había despejado sus reticentes dudas respecto de muchas decisiones literarias y de vida en pareja. La mirada penetrante del perro, rodeada por la oscuridad y trazos que asemejaban gruesos y sucios pelos, y algunas manchas de sangre excesivamente roja no era lo que tenía en mente para el título de la novela, “El Galgo”. Es más, ese era el apodo del personaje que sirve como catalizador para la subsiguiente epopeya de Isabel, Juanma y Armijo en busca de desenmascarar la turbia red oculta tras las peleas de perros, carreras clandestinas de caballos, tráfico de pieles, cacería de especies en peligro de extinción… Pero sus deseos nada tenían que ver con la excelente venta que había tenido la novela hasta la fecha y el llamado de un productor estadounidense solicitando los derechos del libro para llevarlo a la pantalla grande. Observó las nubes que pasaban por la ventanilla del avión como marejada de algodón e imaginó qué actores gringos podrían encarnar a Juanma, Isabel, el Galgo, Armijo… Acarició la portada con suavidad y se llevó los dedos a la nariz para percibir los retazos del aroma a libro nuevo que tanto le gustaba. Le subió el volumen al reproductor de mp3 y trató de concentrarse en la guitarra sollozante de Steve Vai, pero sabía que todo eso era una excusa para evitar la ansiedad angustiosa que le provocaba el hecho de saber que, después de trece años, volvía a Chile.

No era que nunca hubiese querido ir. Es más, estuvo varias veces con los pasajes en la mano, pero los imponderables de la vida le impidieron el regreso. Cuando sus padres se separaron, sintió la imperiosa necesidad de ir a consolar a su viejo. Mal que mal, Víctor tenía sangre de artista, aunque lo suyo era la pintura, y era el único que lo había alentado abiertamente a escribir. Suponía que el más afectado por aquella situación sería él, no mamá. Ella sería capaz de reorganizar su vida, considerando además que en esa época, a sólo dos años de su partida, aún no superaba la barrera de los cincuenta, a diferencia del viejo que ya pasaba los 60 y que con el paso del tiempo se había tornado más arisco, filosófico y ermitaño, al punto de renunciar a la compañía que había fundado a fines de los 70 junto a varios colegas y amigos, para dedicarse plenamente a su pasión postergada, la pintura. Quizás esa fue la decisión que terminó por colmar a Beatriz o sólo la excusa que buscaba para dejarlo solo y a su suerte.

Alfonso no pudo viajar en la fecha prevista. Tenía encima el lanzamiento de su primera novela y con ella, compromisos que Mercè le prohibió cancelar. Una vez terminada la vorágine de la edición, que ni él mismo había imaginado en sus mejores sueños, lo intentó nuevamente, pero una oferta el Instituto de Artes Courtauld de Londres para realizar algunos cursos de literatura, le hicieron cancelar definitivamente las reservas. De todas maneras, llamados telefónicos y correos electrónicos le confirmaban que sus padres estaban relativamente bien, cada uno por su lado. Víctor pujando por levantar su carrera como pintor, aunque sólo había conseguido venderle sus obras a algunos amigos; Beatriz, disfrutando de viajes por el mundo junto a su nueva pareja, un gringo colorado, gordo y blondo que explotaba oro y diamantes en minas de tres continentes.

Supo que volaba sobre Chile con sólo ver las estrías de los cerros de la portentosa cordillera de la costa. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, tensándole el estómago, secándole la garganta, engrosando las lágrimas que no quería derramar. Pensó en Almendra por breves segundos ¿Qué hubiese sentido? ¿Cómo trataría de aplacar un posible ataque de nervios incongruente e injustificable? Ella poco sabía de sus manías y obsesiones, así es que lo más probable es que durante el viaje, hubiera reprimido todas esas sensaciones que lo conmovían. Por eso quizás, recordó la segunda vez que quiso viajar. Fue para despedir a Arturo, su primo, su mejor amigo. Habían nacido con un par de meses de diferencia y ese mellizazgo casual y a medias sanguíneo, los unió en andanzas infantiles y aventuras juveniles. Le dolió saber que una pena de amor lo había obligado a tomar la fatal decisión de tirarse desde el balcón de su departamento en Las Condes. Aquella hermandad cómplice de otrora le hirvió la sangre y como nunca, extrañó Chile, extrañó Santiago; las calles de Ñuñoa en donde jugaba a la pelota, los patios del colegio, tomar cervezas en las plazas, carretear en Bellavista, los pastos de la universidad, los besos furtivos de media tarde con Emilia… La verdad, no pensó en ella mientras preparaba las maletas y hacía las reservas para viajar lo antes posible a Chile, aún sabiendo que no llegaría al funeral. Pero debía despedirse de Arturo. En esa ocasión, una repentina fiebre fue el primer síntoma de la pulmonía que lo tuvo postrado por dos meses. Cuando se recuperó, ya no valía la pena cruzar el charco.

La tercera vez había sido después de la publicación de “Corazones de Cemento”, la epopeya de un albañil nigeriano en Europa. El revuelo causado por la adquisición de los derechos para convertir la novela en un film hollywoodense por fin tentó a un productor chileno que le ofreció una visita al país para firmar libros, participar de programas de televisión, dictar algunas charlas, todo decorado por alucinantes regalías… A Almendra aquella oferta tan ampulosa le parecía, por lo menos, extraña. Alfonso no escuchó a su pareja y se lanzó en manos de los medios, anunciando su regreso a Chile. Almendra le dijo por primera y última vez que le prestara atención antes de tomar cualquier decisión. Cuando Alfonso estaba a punto de subir al avión, todo se canceló. El productor no era más que un estafador que se hizo de veinte millones de pesos de los diferentes auspiciadores de la visita de Correa Henke y que en un pestañeo, desapareció sin dejar rastro alguno.

Eso había sido hace poco más de un año. El guión estaba terminado. La película se empezaría a rodar en una semana. Ya no tomaba decisiones importantes sin consultar con Almendra y luego, con Mercè. En base a lo sugerido por ellas era que luego de pasar por Santiago volaría directamente a Italia para ser testigo de las primeras escenas del rodaje de “Corazones de Cemento”. Mercè había coordinado esta visita a Chile, el mismo Chile que veía allá abajo cada vez más lleno de colores y formas calcadas de un mapa satelital. No quedaban más de veinte minutos de vuelo, así es que apagó el reproductor de mp3 y se abrochó el cinturón. Con los pies confirmó que su notebook todavía estuviese bajo el asiento y cerró los ojos. La visita incluía la firma de autógrafos en una librería de Providencia, un par de entrevistas esa misma tarde, un taller intensivo de literatura para estudiantes de educación media en el Instituto Nacional; más entrevistas y otra firma de autógrafos al día siguiente y luego, un par de días de solaz para visitar a sus padres, a sus primos, a su hermana, a sus amigos…

La voz de una aeromoza anunció, en español e inglés, el inicio del descenso sobre la losa del aeropuerto Arturo Merino Benítez. Alfonso cerró los ojos. Esa era la parte que más detestaba de los vuelos. Ya le había pasado en Buenos Aires hace varias horas y hace un rato, en Lima. En ese momento, la sensación de vacío y náuseas era aún más desagradable, pues se le mezclaba con la ansiedad ya incontrolable de pisar tierra chilena lo antes posible, de sentirse en casa otra vez. A Alfonso le parecía que la presión iba a comprimir la cubierta metálica del aparato, convirtiéndolo a él y a los demás pasajeros en charquicán. Luego, las ruedas tocando la pista, acentuando por breves segundos las sacudidas rápidas y sucesivas. Debería calmarse, pero aún tenía el corazón atravesado en la garganta y los pulmones, congelados por el pánico, imaginando una decena de tragedias diferentes que podían ocurrir durante aquel fugaz recorrido sobre la losa. Sólo cuando el avión se detuvo definitivamente, abrió los ojos. Todos los malestares desaparecieron en milésimas de segundo y por fin, pudo despegar las manos de sus rodillas, en donde dejaron notorios trazos de transpiración. Inspiró hondo y sacó su notebook de abajo del asiento, disponiéndose a descender y pisar suelo natal por primera vez en trece años… Trece años. Qué rápido pasó el tiempo, pensaba, como hojas de un libro que no le gustaba y comenzaba a saltar hasta dar con algún capítulo que le gustara, y así sucesivamente, hasta llegar al final, sabiendo con claridad todo lo que había ocurrido en la novela, pero sin haberla leído en su totalidad. Así sentía que había pasado aquel tiempo en España, como si lo único que hubiese estado esperando era aquel regreso, como un moderno exiliado por motivos más sentimentales que políticos, un patiperro por descarte, expatriado por decisión propia y tozudez intransigente. Avanzó por la manga, confundiéndose con los pasajeros, disfrutando el contaminado aire santiaguino, tan contaminado como en otras partes del mundo pero que ahí, tenía un gusto especial, un aroma nostálgico, vivo, casi poético. Lo primero que haría al llegar al hotel sería llamar a Víctor, a Beatriz y a Marcela, su hermana, aunque nunca se habían llevado bien pero qué más daba, la sangre tiraba y quizás era el momento de sanar viejas heridas. La espera por el equipaje se la hizo eterna, mientras se distrajo pensando en las palabras ideales para usar en la conferencia de prensa. Sus pupilas se detuvieron en las estrías kitsch del alfombrado mientras en sus oídos redundaban algunos murmullos que parecían denotar haberlo reconocido de la contraportada de alguna edición pirata de cualquiera de sus novelas. Por fin vio pasar sus maletas y con presteza, las cogió para dirigirse a paso raudo hacia la salida de la terminal.

Entre la masa informe de gente agolpada tras los ventanales, esperando a los pasajeros que lo rodeaban, Alfonso trató de descubrir en el menor tiempo posible el letrero que llevaba su nombre, de acuerdo a la promesa de Simón Urbano, el gerente de la editorial en Chile. Y cuando creía haber visto a un chofer de aspecto cansado e indiferente, es que las desesperadas señas de un par de brazos largos y flacos le llamaron la atención. No demoró en encontrar y reconocer el rostro al que pertenecían aquellas extremidades de orangután adolescente. Entre los contornos a contraluz, vio aparecer la cabeza angulosa de Sergio Linares; su boca se movía, pero Alfonso era incapaz de identificar lo que decía. Tampoco pudo hacerlo una vez que Linares lo estrujó entre sus brazos, haciéndole sentir que definitiva y realmente estaba en Chile. El chofer por encargo se les acercó, masticado alguna vulgaridad entre dientes.

-¿Usted es el señor Alfonso Correa?

-Sí, sí…

-No se preocupe, amigo. A este huevón me lo llevo yo ¡Hace trece años que no lo veo!- interrumpió Linares, arrastrándolo lejos del conductor que no hacía más que insistir en que la carrera se la iban a tener que pagar completa, hasta el hotel…

-No era necesario, Sergio…

-¿Cómo que no? Esto es un motivo de celebración, compadre, hay que aprovechar al máximo los días que estés aquí. Te tengo preparado todo un itinerario para ver a los viejos compañeros de carrera, ir a carretear a un par de pubs y…

-Vine a trabajar, no a carretear. Y a ver a mi familia. Si me queda tiempo, podemos hacer algo, pero tengo otras prioridades.

-Los años te han cambiado, Alfonso, pero bueno, ahí veremos qué se hace. Ya, ahora dime dónde tienes que ir- Sergio abrió la puerta del auto, invitándolo a sentarse con una sobreactuada reverencia.

-Al Hyatt, por favor- respondió Correa, engolando la voz.

Santiago era diferente, pero era el mismo. Las calles lucían aparentemente distintas entre nuevas señalizaciones, cambios de sentido, semáforos en esquinas antes intocadas, micros de colores que sólo había visto por televisión o en internet, muchos más autos de los que recordaba, pisoteando el asfalto con inclemencia abrumadora de gran capital. Pero entre todos esos cambios obligados por el progreso impiadoso, le era fácil identificar las mismas fachadas grisáceas, los árboles centenarios de la Alameda, los viejos locales que solía visitar y las marquesinas sucias de los que nunca había conocido. Sí, porque Alfonso aún tenía en la memoria el contraste oprobioso entre el Santiago que había dejado con el de un Madrid moderno y primoroso. Pero era especialmente el ademán adusto de los transeúntes el que le recordaba el inherente y sólido contenido espiritual de la ciudad que había dejado atrás hacia tanto tiempo, más del que realmente el calendario le indicaba y que comenzaba a vislumbrar como un sueño demasiado largo. Un sueño que le había sumado algunos kilos, despejado la frente igual que su padre, cincelado unas arrugas inocuas en diversos ángulos del rostro; un sueño que lo había convertido en un escritor profesional, en profesor, en novio orgulloso y pleno... Recordó el compromiso hecho con Almendra unos días antes del viaje. De hecho, recordó a Almendra después de muchas horas en las que divagó buscando olvidar el miedo a volar. Sacó la billetera y le mostró una foto de ambos, tomada hace casi cinco años en el acceso principal del Palacio Gaudí.

-Si, la he visto- acota Sergio, apenas echándole una mirada a la fotografía antes de volver a concentrarse en la carretera.

-Es imposible que hayas visto esta foto, Linares. No seas mentiroso…

-No, la foto no. A ella. Nos has bombardeado con tus correos electrónicos y tu mamá también nos reenvía lo mismo. Está orgullosa de ti y no pierde ocasión para demostrarlo.

-¿Mi mamá?- Para Alfonso fue toda una sorpresa. Después de todo lo que había ocurrido, no imaginaba a Beatriz con el pecho inflado por sus logros.

-Si, tu mamá, porque tu hermana ni siquiera habla de ti.

Eso no era extraño. La relación con Marcela, que nunca fue de las mejores, empeoró hasta hacerse inexistente después de la separación de sus padres. Y él aún no podía comprender cómo ella fue capaz de ponerse del lado de la mamá y más aún, cómo fue capaz de insinuar que no había sido una pena de amor la que había obligado a Arturo a suicidarse, si no que aquella horrible e incurable enfermedad que él ni siquiera se atrevía a mencionar en voz alta para no perturbar el descanso eterno de su primo.

-¿Y cómo están los demás?- preguntó. -A muchos les he perdido el rastro en los últimos meses.

-Bueno, tú ya sabes que el Feña está trabajando en Nueva York, que la Mari Contardo está dedicada a sus cuatro hijos, que Salvatierra es uno de los cerebros del Ministerio de Hacienda, el Guatón Kalasic y el Toño Iceta siguen trabajando en el diario, y la Susy Prieto se dedicó al negocio de los restoranes con su marido… Yo tampoco he sabido mucho de los demás. Alejo Müller está viviendo en Brasil, en una comunidad indígena o algo así, haciendo un documental que lleva años… La Pola Cataldo se fue a vivir a Punta Arenas con su esposo y bueno, la Emilia…

-No me hables de ella. No quiero saber nada.

-Compadre, no hueveé. El perdón nos hace bien para el alma.

Alfonso no respondió. Se cruzó de brazos tratando de borrar las imágenes que se le agolparon en la mente como una avalancha que poco a poco, fue cobrando sentido, entre lágrimas, pastillas, promesas estúpidas e incumplidas, hasta que la película comenzó a correr en reversa, al preciso instante en que ella cerró definitivamente la puerta de la sala para nunca volver, dejando como único y doloroso legado, el anillo de compromiso que por un par de meses llevó en sus dedo anular izquierdo.

Nunca imaginó que un cuerpo ocupara tanto espacio y consumiera tanto aire.

La única promesa que cumplió fue la de irse de Chile. Claro que pensó que sería por menos tiempo, pero las cosas se le dieron excelentemente bien en el exterior, hasta que se enteró de la traición de Emilia, una traición peor que la de la ruptura…

El Hyatt se dibujo en toda su magnífica y gélida opulencia en el horizonte. A los pocos minutos, el auto de Linares se hallaba detenido en el estacionamiento. Junto a un botones, Simón Urbano, impecablemente vestido de lujoso y prefabricado sport, le fruncía el ceño al saludarlo, preguntándole con la mirada por qué diablos le había hecho gastar dinero en un chofer de mal genio y actitud prepotente que le estaba cobrando por una carrera que no hizo.

-¿A qué hora empezamos?- preguntó Alfonso, buscando evitar el tema del arribo.

-En una hora más debemos salir del hotel para ir a la librería. Anita está coordinando todo allá. Tenemos al menos cincuenta personas que están esperándote y los medios llegarán, como siempre, al filo de la hora.

Linares le extendió una tarjeta.

-La invitación está hecha, compadre. Me llamas, ¿okey?

Alfonso asintió con las pestañas. Linares dio media vuelta, mientras él se internó en el hall amplio y aséptico, tras Urbano y el botones que cargaba sus pocas pertenencias en un innecesario carrito.

Se tendió en la cama cuan largo era. Se quedó mirando el techo, buscando blanquear la mente, pero Emilia volvía insistentemente a sus recuerdos. Había sido una perra. No por lo de la ruptura, pero sí por lo del libro. Descaradamente, le había robado su idea, sus palabras, su talento. Y lo peor de todo era que no tenía cómo demostrarlo, pues el único manuscrito original de aquella obra maestra que se había convertido en texto obligado de toda su generación, estaba en manos de Emilia ¿Cómo pudo haber sido tan estúpido? Un arranque de ira y despecho, lo había obligado a vomitarle aquel texto apócrifo, testamento de todas sus vivencias juntos, como una forma de provocarle algún remordimiento. Pero ella había sido más inteligente y fría. Tomó aquel tratado y lo publicó a nombre propio, llenándose de éxito y dinero. Alfonso sacudió la cabeza. Era hora de tomar una ducha y olvidar de una vez por todas aquellas cicatrices dolorosas a punto de volver a sangrar. Incluso el agua era distinta en Chile. Su sabor, su consistencia, su transparencia engañosa… Al poco rato, ya estaba vestido con un pantalón de tela oscuro, una camisa beige y el escaso cabello que le quedaba en la cabeza, mucho más abundante en los parietales, bien despeinado. Los anteojos de marco negro y grueso bien instalados en tabique y las palabras para responder a cualquier pregunta, en la punta de la lengua, como balas en un cargador.

El citófono llamó. Simón Urbano le solicitaba perentoriamente que bajara para partir a la librería. Antes de salir, el móvil de Alfonso le indicó que una llamada de Mercè estaba entrando.

-¿Todo bien?

-Sí, todo bien. Un malentendido con el chofer, pero nada más.

-Sí, ya me enteré. Eso no es lo que importa. Tienes que enfocarte en hacer bien las cosas por allá. Firma libros, habla con la prensa… haz lo tuyo, coño. Y por favor, evita a tus amigos y trata de no ocuparte mucho de tu familia. Sé que tienes muchas ganas de verlos, pero no es tu objetivo principal.

-Sí, lo sé. Te llamo apenas termine en la librería.

-Okey.

Apenas terminó de hablar con Mercè, marcó el número de Almendra, pero no obtuvo respuesta. Poco después, ya estaba nuevamente en el hall, casi arrastrado por Simón Urbano hacia un taxi que los llevaría hasta Providencia. Volvió a llamar a Almendra. Esta vez, escuchó el tono de espera por largo rato, mientras trataba de captar lo que Urbano le decía para responderle una vez que colgara.

-… y en la noche cenamos con algunos ejecutivos de las empresas que auspiciaron tu visita. Ya sabes, algo formal, como para dejarlos contentos, ¿te parece?

-Por supuesto. Ese es uno de mis objetivos principales- concluyó Alfonso. Supuso que en un par de horas más, Simón le repetiría el itinerario, así es que no se preocupó demasiado. Sí se sorprendió al llegar a la librería y encontrar un numeroso tumulto en las afueras. No tardó en descubrir que llevaban diferentes ediciones de sus libros entre manos. El falso orgullo le jugó una mala pasada. Bajó del auto con lentitud de sabio sereno, sin considerar que los más jóvenes no respetarían el frágil orden establecido y se abalanzarían sobre él, buscando su autógrafo con celeridad para largarse ahí lo antes posible. Urbano, el chofer del taxi y un par de mocosos empleados de la librería le sirvieron de débil escudo para llevarlo al interior, casi en vilo, mientras él trataba de mantener la compostura en medio de aplausos, vítores y frases de apoyo y adulación. Conversó brevemente con la dueña del local, mientras se daban la mano. Ella le aseguró que jamás, en sus veinte años de trayectoria, había ocurrido algo así. Luego, saludó a Anita, la asistente de Urbano, una chica joven y delgada, de actitud tímida y ojos tristes. Una vez detrás de un escritorio especialmente habilitado para la firma de los libros y custodiado por los mismos enclenques e improvisados guardaespaldas, Alfonso saludó al público presente y a los medios de comunicación que se habían venido encima, acorralándolo entre la mesa, la estantería que estaba a sus espaldas y los casuales guardias. En seguida, respondió algunas preguntas de los periodistas (sin usar ninguna de las frases que había masticado durante el viaje), todas ellas en torno a la posibilidad de llevar “El Galgo” al cine, y luego, acuciado por las palabras de la propietaria del lugar, inició la firma de libros que, por lo visto, le tomaría varias horas.

Los fanáticos de mirada absorta eran variopintos. Desde niñas de uniforme escolar y peinados de dibujo animado japonés, hasta tipos y tipas con vestuario y actitud intelectual, una mezcla absurda de retazos góticos, punks y beatnik, además de algunos viejos de ademán compungido, actitud flemática y millones de lecturas colgándole de los ojos. Los escuchaba hablar mientras repetía la dedicatoria bajo el título impreso en grandes letras Garamond negras en la página tres. Pero era incapaz de retener lo que decían. Adulaciones, epifanías de madrugada, arengas de ánimo, confesiones de escritores principiantes y buenos deseos abundaban en los cortos discursos a los que se enfrentaba mientras dejaba correr la pluma con una sonrisa maniquea tallada en el rostro. El hambre comenzó a acosarlo. La mirada de Simón lo apuraba. La fila de fans aún era larga. Urbano ordenó cerrar las puertas a pesar de las pifias furibundas y los insultos de los que quedaron fuera.

-No has cambiado en nada.

Aquella voz lo congeló. Acababa de abrir el libro que unas delgadas y pálidas manos femeninas le habían entregado, sin levantar la cabeza ¿Cómo pudo olvidar aquellos dedos gélidos y mustios? En cosa de segundos, decenas de escenas de una vida que parecía anterior, ajena y novelada pasaron por su cabeza. Obligado por la situación, levantó la vista. Emilia tampoco había cambiado demasiado.

-Sigues teniendo el mismo desprecio por la gente que te rodea- continuó ella, con una sonrisa pétrea cincelada fríamente entre sus mejillas etéreas.

-Me parece que no es el momento de discutir sobre mi forma de ser ¿Por qué mejor no me dices para quién es la dedicatoria?

-Para mi mamá.

Alfonso se detuvo antes de escribir el nombre que concluía la frase “Con mucho cariño para…”. Emilia percibió su turbación, pero no dijo nada. Simón hablaba por el móvil. La dueña de la librería miraba la hora mecánica y compulsivamente, con ademán absurdo y desconcertado. Las cabezas de los fans se asomaban constantemente, buscando descubrir el motivo de la detención del caudal que hasta el momento, había fluido lenta pero constantemente.

-Emilia… Recuerda que llevo el mismo nombre de mi madre- dijo ella, finalmente, sin disimular la sorna.

-¿Estás segura que no es para ti?- replicó Alfonso, con similar ironía.

-Sí. No me gustan los libros rayados ni con las puntas dobladas. Tú lo sabes.

Alfonso escribió el nombre con letra temblorosa. Otra vez, en cosa de segundos, ciertos hechos golpearon sus músculos con ira sádica, tensándole los dedos mientras terminaba la otra parte de la dedicatoria. Cerró el libro. Nuevamente levantó la vista para entregárselo a Emilia y reflejar sus pupilas en las de ella para darse cuenta que el haberle robado años de su vida y creatividad no le dolían en lo más mínimo, que aquella afrenta en contra del doloroso amor de juventud no fue más que una excusa para el saqueo impiadoso de las riquezas de su mente. Y peor aún, que nadie jamás lo sabría. Apenas ella hubo dado vuelta, encaminándose hacia la puerta de acceso, Alfonso llamó a Simón.

-Tenemos que irnos.

-Sí, lo sé, pero primero debes terminar de firmarle los libros a esta gente, así es que cambia la cara y haz lo tuyo.

Por un momento, Alfonso quiso golpearlo, pero se contuvo. Sonrió plástico y se volvió hacia el tipo alto, flaco, barbón y de bufanda roja que le extendía una copia de “El Galgo” que él cogió con rudeza. Le era imposible dejar de pensar en Emilia, recrear su rostro lechoso y frío sobre el título en letras negras que le recordaba la traición, el quiebre, la soledad, el exilio tan doloroso en un comienzo, tan merecido después. El móvil llamó. Era Almendra.

-Mi amor, estoy en la librería aún. Te llamo cuando llegue al hotel.

-¿Todo bien, Alfonso?- pregunto ella, entre estática y ecos.

-Sí. Todo bien. Fue muy bueno regresar- mintió, pues su cuerpo le pedía a gritos volver a España antes de encontrarse con más trozos tortuosos de su pasado indeciso y cubierto por la contaminación de la capital que en ese instante, le volvía a perecer pueblerina, mientras la pendeja de uniforme estaba a punto de estallar en lágrimas, mientras entre palabras atropelladas intentaba explicarle lo trascendental que fue para ella haber descubierto sus textos. Él sonrió compasivo.

-Te llamo, ¿okey?

-Okey…

Colgó. Le echó una mirada rápida a las veinte personas que aún quedaban en la fila y suspiró aliviado. Aquel martirio estaba pronto a concluir. Se quedó mirando a la pendeja con furia, congelándola en un rictus de supurante espanto.

-Si realmente hubieras leído todo lo que he escrito, no te podrías sostener en pie- le dijo, pero como si hablara consigo, terminando la rígida dedicatoria con un gran firma.

Simón le recomendó a esperar a que el tumulto en el exterior se disolviera, pero los rostros pegados a las vidrieras le indicaban a Alfonso que estaban dispuestos a esperar por lo menos, un par de horas más. Y él, ya no quería estar ahí. Sólo imaginar los libros de Emilia apilados junto a los suyos le revolvía el estómago y aquel deseo nudosa de volver a España, a su casa, a Almendra lo antes posible, acrecentaba aquella sensación de vértigo incontrolable. Usando nuevamente el mismo enclenque escudo humano que lo llevó al interior, Alfonso regresó al auto, rodeado por epítetos de grueso e insultante calibre. No bien hubo tomado Avenida Providencia, un par de libros se estrellaron contra el parabrisas trasero y otros tantos, en el techo y las puertas.

-¿Podemos cancelar las actividades de la tarde? No me siento bien…

-No podemos cancelar nada, Correa. Estamos con el tiempo en contra y lo sabes, pero sí vamos a retrasar las entrevistas de la tarde en un par de horas. Te pasaré a buscar a las cuatro.

Alfonso miró el paisaje que se deslizaba como una diapositiva al otro lado del vidrio semi polarizado. El recuerdo penitente de Emilia sometía impúdicamente el paisaje, recordándole con hierros al rojo vivo por qué se había ido de Chile, el motivo fatal de aquella huida suicida hacia ninguna parte. Trató de concentrarse en los eventos que se avecinaban, en Almendra, en las órdenes de Mercè, en la película que se empezaría a filmar la próxima semana, en los primeros borradores de su nueva novela, una sátira negra acerca de mimos y payasos desempleados que quieren reverdecer sus laureles artísticos convirtiéndose en el acto principal de la ceremonia de coronación de un dictador-emperador africano… Nada evitaba que el recuerdo de Emilia volviese una y otra vez a nublarle las pupilas y quemarle los párpados con saña tozuda y burlesca.

Se recostó en la cama nuevamente. No encontraba motivos para seguir el programa establecido para aquella farsa en que se había convertido el retorno a Chile. No estaba en sus planes ver a Linares y Emilia antes que a sus padres y a su hermana, menos tener que cenar con un montón de gordos y zalameros auspiciadores hasta quizás qué horas. Pero el destino, que siempre le había jugado con trampas y cartas marcadas, otra vez le había ganado la apuesta. Sin embargo, Alfonso aún tenía algunos trucos para cambiar la suerte de aquella mano adversa. Y decidió hacerlo, vencido por el impulso necesario de volver a olvidar.

Entonces, buscó el número de su padre en su móvil.

domingo, 1 de febrero de 2009

El Buen Escarabajo (Capítulo 7 y final)

Si desea concluir la lectura de EL BUEN ESCARABAJO, se ha iniciado un proceso de preventa que se extiende hasta el 15 de diciembre de 2009. Más información, solicitar a Iván Ávila al correo electrónico: enelbunker@yahoo.com

Muchas gracias.

viernes, 2 de enero de 2009

El Buen Escarabajo (Capítulo 6)

VIERNES
Can't you see them?

Can't you see them?
Roots can't hold them
Bugs console them
LITTLE RED ROBIN HOOD HIT THE ROAD. ROBERT WYATT

El dolor se diluye entre las caricias carnívoras de Brenda. Me dejo llevar por el calor de sus manos, por los jadeos cadenciosos y ahogados que le conmueven la garganta. Sus pechos reposan sobre mi tórax, libres, hermosos, cándidos y generosos. Siento su entrepierna depositarse sobre mi pene como una ave anidando sin ningún apuro, ajena a la fiebre que me quema por dentro, que exacerba el ritmo cardiaco marcado por el palpitar desenfrenado de mis sienes y entonces pienso que sentir sus besos de aquel modo tan intenso, que apretar sus caderas como si nunca antes hubiese usado mis manos, que convertir sus jadeos torvos en rugidos de feroz placer, no es más que efecto de la fiebre que me quema, que ha convertido la llama de la vela en un sol rojo y omnipresente y la cama, en nuestro propio y eterno universo abrasado por nuestros movimientos en perfecta armonía.

Exploto como la última bala disparada por el cañón del un heroico mártir. Exploto como una estrella intentando iluminar todo el universo. El éxtasis estremece mi cuerpo y el de ella, que refugia su cabeza transpirada en mi pecho aún agitado, paralizado por aquella sensación de pasión y placer enraizados en un solo e inexplicable sentimiento de hipnosis atemporal. Dejo que mi semen se interne en sus entrañas como si aquello fuera lo más cercano a la eternidad que he conocido. Brenda se queda abrazándome con cansada ternura por varios minutos antes de levantarse pausadamente para colocarse el pantalón. Sin quererlo, al bajar de la cama, mete el pie en la palangana con agua y trapos. Ríe como una cascada de diamantes y otra vez siento mi cuerpo estremecido por todas aquellas sensaciones que nunca pensé podía percibir. Pero disimulo. Contengo la emoción a duras penas, evitando la posibilidad insulsa de esperanzas propias o ajenas. Y mientras el remanente de la erección vencida se retira y el dolor de la pierna vuelve a convertirse en la pura y sórdida realidad, me doy cuenta que aquel incendio se ha extinguido, que los colores opacos de la habitación han vuelto a tomarse mis pupilas y que la mirada perdida de Brenda me observa otra vez en memorial silencio desde el borde de la cama. Imagino que es demasiado tarde para mí; quizás hace un par de años aquella situación hubiese bastado para hacerme dejar todas las absurdas, brutales y nefastas certidumbres que se han convertido en el capullo herrumbroso que me protege de un mundo que no quiero… Qué digo… Aquel mundo ha desaparecido y si es así, entonces ¿por qué diablos no me lanzo al vacío y me arriesgo a respirar nuevamente?... Estoy a punto de decir algo mientras Brenda coloca un paño frío en mi frente. Ella lo sabe, espera mis palabras con transparente ansiedad. El brillo de mis ojos percibe claramente aquella necesidad en el brillo de los suyos y de verdad, no sé si lo que vaya a decir es lo correcto o no, pero ya he cometido tantos errores que a estas alturas da lo mismo. Entonces, tomo aire… Pero me contengo. Escucho llegar el auto…

La mirada de Brenda se apaga. Su rostro me recuerda el de la mujer incógnita que me acogió en su departamento hace tan pocos días, tan pocas horas que sin embargo se han transformado en eras cámbricas que me es difícil recordar. Veo las bocas de Javier y Bárbara moverse, pero no los escucho. El rostro de Brenda se confunde con la oscuridad y en extraño rito se asimila con las penumbras que cobijan el sueño inquebrantable de Catalina. Kelly me inyecta lo que supongo es penicilina y siento cubos de hielo avanzando por mis venas antes de cerrar los ojos con la vaga idea de no abrirlos más.

Pero los abro. Está amaneciendo. Los demás duermen, aunque no distingo cómo se han repartido las camas. De alguna manera, la luz grisácea y tenue que se filtra por las ventanas de la cabaña me hace recordar la casa de Ñuñoa. Lo único que falta es el escozor insidioso enquistado en mis fosas nasales y el mareo agradable y cáustico que me obliga a buscar una lata muy helada de cerveza. Nada de eso hay ahora y vuelvo a desear el regreso a mi antigua vida, a esa que ahora parece un relato de reunión de alcohólicos anónimos. He recuperado la temperatura y aunque la pierna aún me duele, me levanto. Descubro que la herida ha sido cubierta por un parche que, durante la noche, ha drenado la infección, convirtiéndose en una pequeña obra surrealista de lienzo albo pintarrajeado por algunas manchas amarillentas y rosáceas.

Saco los cigarrillos del bolsillo de la camisa que reposa a los pies de la cama y parto en busca del exterior. Desde le porche diminuto y crujiente logro ver el océano cubierto por una fina capa de neblina. Las nubes se ciernen sobre mi cabeza con la calma quieta de un ejército de pandas. El humo del cigarro se confunde con ellas y por un momento, creo entender finalmente todo lo que ocurre. Percibo el silencio, la paz, la tranquilidad y el significado del paisaje que me rodea sin ninguna interrupción. Los cables del teléfono han sido cortados para siempre. Las bocinas, acalladas por tapones de élitros endurecidos como fósiles. Los aviones yacen en tierra, en indefinibles estado larvario. Los televisores y las radios son escombros de otra época. Los computadores serán derretidos por los rayos de un sol tan amable como inclemente. Y nosotros, bueno, nosotros deberemos buscar nuestro destino en alguna parte. De eso se trata todo esto. Eso es lo que ellos querían.

-¿Te sientes mejor?-. Catalina está envuelta en una frazada y en sus manos sostiene una botella de bebida.

-Sí, un poco, pero no sé si es por los medicamentos o simplemente porque hacía mucho tiempo que no estaba lúcido a esta hora.

La pequeña se empina y olisca el aire con deleite.

-Y yo, hacía muchos años que no venía a la playa- sonríe con deliciosa ternura. Brenda es la siguiente en salir. Se despereza sin vergüenza y se queda mirándome con complicidad. No puedo evitar recibirla en mis brazos y vuelvo a sentir aquella inexplicable explosión de emociones que me conmovieron la noche anterior. Desde la cabaña del frente, aparecen los ancianos. Sus rostros brillan esperanzados y nos miran como si fuéramos un ejército salvador. Yo sólo pienso que en el auto no queda espacio y que esta huida no nos ha llevado a ninguna parte.

Es Javier quien se acerca a conversar con ellos. Yo vuelvo al interior de la cabaña, a echarme un rato más antes de la probable partida. Aunque el dolor ha disminuido notablemente, aún me siento débil. Bebo algo de agua y pienso en tirarme unas rayas, para ver si eso me ayuda a regresar al mundo real, al estado corrupto en que me siento capaz de conquistar el universo, pero no es el momento, menos con Catalina siguiéndome a todos lados, sumamente preocupada de mi estado de salud. Bárbara y Brenda preparan un desayuno bastante plástico, en donde los alimentos construidos sobre base de colorantes y conservantes ocupan casi todo el plato. Javier regresa con noticias y con los viejos. Hay que ayudarlos y llevárselos con nosotros. Para eso, necesitamos otro auto. Me pregunta si estoy dispuesto a manejar. Le digo que está loco, que sólo a él se le ocurre dárselas de buen samaritano considerando la situación. Todos palidecen. No es primera vez que estoy sólo contra el mundo, pero desisto. Si el plan es buscar otro lugar en donde reposar los huesos, perfecto, habrá que seguirlo porque es lo que más necesito, así es que le digo que yo iré a buscar otro vehículo, pero necesito que Bárbara me acompañe porque es la única que sabe manejar. Javier asiente apenas convencido. Bárbara nos maldice y asegura que por ningún motivo volverá al centro de la ciudad en compañía de un imbécil próximo a ser amputado. Río antes de pedirle que no tiene otra opción que acompañarme si quiere encontrar un lugar seguro en dónde salvar su pellejo. Dejamos atrás la cabaña con olor a naftalina, nos sacudimos las imaginarias alas de polilla que se han posado sobre nuestros cuerpos y pronto, también dejamos atrás la playa, en dirección a La Serena.

Siempre que pensé en una hecatombe a escala mundial o en el apocalipsis, imaginé que todo estaría lleno de cadáveres, fuego, columnas de humo, gritos espantosos, sangre regada por las calles y gigantescos robots arrasando todo a su paso. Pero la ciudad luce tranquila. Hay algunas señales de incendios masivos, la mayor parte de las casas y edificios estén en el suelo, pero no hay sangre ni carne putrefacta en ninguna parte. No tardamos en ver a algunas personas vagando en grupos de lento avance entre los escombros y la soledad y también tropas de escarabajos moviéndose en acompasada letanía por las calles silentes. Tratamos de evitar a la gente, pero a poco andar nos damos cuenta que en su mayoría, se trata de niños y jóvenes a simple vista inofensivos, de ancianos, de algunos adultos en cuyos ojos apenas cabe la expresión de nefasto desarraigo producto de tan incongruente situación. Bárbara no se siente cómoda. Todavía teme ser víctima de los bichos o de una turba furibunda que busca sobrevivir a cualquier precio pero yo sé que aquello no ocurrirá.

Veo una camioneta doble cabina. Me parece el vehículo ideal para continuar nuestro viaje. Bajo para comprobar el buen estado que demuestra tener y no tardo en echar a andar el motor. Un grupo de jóvenes y niños se acerca tímidamente. A pesar de sentir que son inofensivos, echo mano al arma que oculto en mi espalda. Bárbara se queda en el interior del auto, comprimida por sus propios temores.

-¿Dónde va, caballero?- pregunta el joven que encabeza el grupo.

-No lo sé todavía, ¿por qué?

-Es que no sabemos qué hacer… Necesitamos que alguien nos ayude…

-Lo siento, chiquillo, pero nosotros tenemos nuestros propios problemas.

El rostro del muchacho se deforma en una mueca de tristeza y desconcierto que apenas me atrevo a atisbar.

-Miren, cabros, tienen de todo aquí. Pueden comer en los supermercados, bañarse en el mar, refugiarse en las casas que aún están en pie. Nombren a un presidente, un directorio, hagan elecciones democráticas el próximo año y arréglenselas como si fueran compañeros de curso…- El chico me observa confundido. Me quedo callado por un minuto, esperando que atine a decirme que tengo razón, que ellos pueden arreglárselas como en El Señor de las Moscas, pero sus ojos apenados se quedan mirándome en busca de una respuesta que me siento obligado a dar. Maldigo mi decisión. -A ver, dime si has visto por aquí cerca una convi o un camión. Supongo que vamos a tener que cargarlos a ustedes también.

Los chicos se deshacen en explicaciones y descripciones de lugares en dónde hallar un vehículo de mayor tamaño. Rescato las indicaciones que me parecen más fiables y enfilo rumbo al norte, acompañado por tres muchachos de no más de quince años que me preguntan por la cojera, que me cuentan lo que les ha pasado en los últimos días, que me agradecen salvarlos y yo me pregunto de qué. Sea como sea, la vida seguirá su curso, con nosotros… sin nosotros… Veo el camión tres cuartos que los chicos han anunciado y su estado no es el mejor. Además, ya no tiene combustible. Vuelvo donde Bárbara que finalmente, ha dejado de lado sus prejuicios iniciales y ha entablado una animada charla con los demás muchachos. Me doy cuenta que la cantidad de abandonados en busca de salvación ha aumentado. Debemos movernos rápido antes de llenarnos de huérfanos famélicos, así es que subo a Bárbara como copiloto y al que parece ser el líder en el asiento trasero para que me indique dónde está la bencinera más cercana.

El viejo que cuida el lugar teme de su propia sombra. Pretende cobrarnos por entrar al minimarket y por el combustible, pero lo hago desistir mostrándole la pistola. Me pregunta dónde vamos y le digo que se vaya a la mierda, que cómo puede ser tan descarado después de intentar lucrar con la desgracia ajena, pero Bárbara se apiada. Yo ya no quiero discutir. La pierna ha vuelto a dolerme insoportablemente, convirtiéndose en un ancla que consume todas mis fuerzas con el solo hecho de mantenerla en movimiento. Siento que la fiebre regresa con nuevos y sarcásticos bríos, pero saco fuerzas de flaqueza. Ni la penicilina ni los antibióticos me sacaran de esta. Sólo unas buenas rayas alejarán el dolor de una vez por todas. Sólo unos buenos tragos curarán la herida. Es por eso que no dudo en cargarme con un pack de cervezas tibias mientras el viejo y el muchacho, que dice llamarse José, echan bencina en bidones plásticos que acumulan en el maletero del auto. Algunos curiosos nos observan de lejos. Quieren acercarse, pero el temor puede sentirse a metros. Exhibo la pistola mientras engullo cerveza con deleite sacrosanto y sí funciona, el alcohol que se me mete en la sangre espanta el dolor a palos y con rapidez. Nos largamos a cierta velocidad en dirección al tres cuartos. Echamos el combustible en el estanque, mientras más curiosos aparecen en las esquinas, temerosos, pero muy atentos a nuestros movimientos. Amagan acercarse. Bárbara y los muchachos comienzan a entrar en pánico y yo, sólo quiero echarme en una cama, descansar, olvidar, tomar, jalar, involucionar. Doy un par de disparos al aire y eso desocupa inmediatamente la calle. Subo al camión, con el viejo y uno de los muchachos como copilotos, y los demás niños como pasajeros. Bárbara aborda el auto con José a su lado. Regresamos a la playa y no hago caso del asombro de Javier y de Brenda. Él quiere decirme algo, regañarme, encontrar respuestas, pero no quiero hablar. Quiero irme, irme de verdad, avanzar por la carretera, dejarlos en algún pueblucho libre de escarabajos y amenazantes entes infrahumanos y continuar mi camino hacia quizás dónde… O quizás, sólo deseo volver, reencontrarme con esa ciudad fantasma que ahora, no es tan diferente de cómo yo la veía antes de la conquista de los bichos. Las personas sólo pasaban como sombras junto a mí y el encierro mental y físico me mantenían tan aislado de todo y todos, como ahora… No, no como ahora. Tras de mí un montón de cabros chicos se tambalean siguiendo involuntariamente las fallas del camino que yo apenas percibo. Vuelvo a llenarme el buche de cerveza, ante la mirada desaprobatoria de Brenda y Catalina que han reemplazado al viejo y al niño que ahora se agitan sobre el acoplado, esperando ser llevados a una tierra prometida que no existe. Que nunca existió. Todas las prejuiciosas ideas sobre el fin del mundo no alcanzaron para adivinar lo que realmente iba a ocurrir y tengo la impresión que ni los oráculos más concupiscentes pudieron dar con la clave premonitoria a tamaño desastre. A la distancia, una sombra quiebra los colores pálidos y sinuosos que rodean la carretera. El auto, que va delante de mí, comienza a detenerse con lentitud. La sombra que se extiende sobre la carretera y que se esparce hacia oriente y occidente tiene vida. Se mueve caóticamente pero sin avanzar ni retroceder. Los escarabajos parecen prepararse para un combate a escala global y eso hace que Javier se detenga definitivamente. Nos quedamos frente a millones de coleópteros que permanecen en guardia, quitándonos toda posibilidad de avance, a excepción de un deslavado camino de tierra que se interna en dirección del valle que avizoramos tras la cercana columna de cerros erosionados y aún cubiertos por algo de vegetación.

-¿Qué hacemos?- pregunta Javier. Yo enciendo un cigarrillo.

-¿Te parecería buena idea esperar hasta que se decidan a morir o devorarnos?

Observo por algunos segundos los rostros que están en los vehículos, apenas visibles tras los vidrios empolvados. El terror ha hecho presa de ellos.

-Será mejor que tomemos ese camino- le digo, indicando la ruta casi invisible que se interna en los cerros.

-¿Estás seguro? Ni siquiera sabemos dónde nos llevará.

-Supongo que a un lugar seguro… Mira, los bicharracos nos están cerrando el camino, pero nos han dejado esta ruta libre ¿No eras tú el que creía que por alguna misteriosa y superior razón, nos habían reunido? Bueno, pues no creo que esto sea una coincidencia.

Javier quiere replicar algo a mis palabras sarcásticas, pero en vez de eso, se queda mirando los cerros chatos y frágiles como caderas de anciana desahuciada. Supongo que piensa en lo que ha ocurrido en los últimos días, en sus propias decisiones y en sus teorías conspirativas.

-¿Qué vamos a hacer?- pregunta Bárbara luego de bajar la ventanilla del auto.

-Lo que los escarabajos quieren. Ir cerro arriba- respondo, antes de regresar al camión. Bárbara me mira con extrañeza antes de volver a meter la cabeza en el auto. Sigo el lento andar de Javier que al parecer, aún teme una emboscada de escarabajos voladores que surgirá de la nada, de la misma enclítica nada que nos rodea sin prestar atención a nuestro avance cansino y agónico, como de elefantes en busca de ancestral cementerio. Alcanzo a ver la carretera por el retrovisor y el ejército de coleópteros firmemente costrificado en medio de un paisaje que me parece francamente surrealista. Vuelvo la vista hacia el frente y me encuentro con el camino enteco y sinuoso, casi vencido por el rigor del clima centenario. Los cerros parecen espejismos de redondeado perfil y se repiten a si mismos, cubiertos por algunas manchas de pasto salvaje, arbustos empolvados y piedras de curiosas formas diseminadas hasta donde alcanzan nuestros ojos avizores en busca de alguna señal humana de vida. Nos detenemos unos minutos a comer algo, cuidando de racionar nuestras provisiones aunque a simple vista, tenemos para varios días. Me preocupa saber que la lata que tengo entre mis manos es la última que saqué del minimarket. Intento recordar si me queda más trago en otra parte, pero ver a Brenda repartiendo agua entre los niños me aturde. Era imposible imaginarla así hasta hace tan solo unos días; dedicada, tierna, comprensiva, sonriente, acogedora, maternal… Trato de volver a recordarla como era antes y recrearla en el escenario del Magia Negra, cubierta por lentejuelas escasas y lánguidas, con la pintura difuminada por el sudor, con los labios golosos y rojos hipnotizando machos y la mirada fiera concentrada en la nada… Pero es imposible. Se limpia la frente delicadamente y se sacude el pantalón con cuidado, para luego apretar el nudo del pañuelo que le protege el cabello. Miro los cerros y no percibo ningún rastro de los bichos. Subo al camión y echo a andar el motor. Atardece y debemos encontrar pronto un lugar dónde acampar.

-Toma- Brenda me extiende una botella de vodka a medio tomar. La recibo, sorprendido.

-Estaba en la mochila que sacaste de tu casa. Hay más trago ahí, pero por ahora creo que eso te bastará- explica, sin mirarme. Me mando un trago que de inmediato me inflama la garganta. Me hace sentir bien. Extremadamente bien.

Luego de sobrepasar una interminable loma y con el sol cortado por el horizonte serpenteante, nos encontramos frente a un valle que, por lo menos desde la distancia, luce bastante fértil. Un riachuelo artrítico lo cruza de lado a lado e incluso se aprecian unas casuchas apiladas junto a ordenados sembradíos, al borde del lecho del rebuscado curso de agua. Los demás festejan y vitorean, pero sólo hasta que el ruido de nuestros motores comienza a hacer aparecer figuras humanas que aún no sabemos si son amistosas. Preparo el arma. Hace rato que siento deseos de darle un tiro a alguien. Quizás desde que no me atreví a dispararle a Javier en el sótano. Brazos batientes en señal de cálido saludo nos reciben, ahuyentando los temores, distendiendo la llegada, acogiendo el descanso necesario.

No me preocupo de saludar a los habitantes de aquel lugar, aunque escuchando algunas conversaciones, descubro que han llegado hasta ahí después de similar peregrinaje. Vienen de todas partes, huyendo de los escarabajos, sin darse cuenta que los mismos bichos nos han llevado hasta ahí, quizás hasta para darse un último festín. Ayudado por el anciano de la bencinera comienzo a descargar nuestras provisiones, mientras la noche cae definitivamente sobre nosotros. Algunos personajes se acercan para saludarme, pero los espanto con frialdad. En este momento, sólo hay una persona con la que quiero conversar.

Vuelvo a la cabina del camión. Bebo algo de vodka y me fumo un par de cigarros antes que Javier venga por mí.

-De verdad te quieres morir, Aníbal, ¿no es así? Pusimos en riesgo nuestras vidas para inyectarte antibióticos y mira… Sabes que así no terminarás con la infección.

-Es el momento, Javier. Además, créeme que estando borracho, el dolor realmente desaparece.

-Si estás buscando lástima, no creo que la encuentres aquí.

-No busco nada. Bueno, sí, quiero estar tranquilo. En eso me podrías ayudar dejándome solo.

-De todas maneras estaremos en esa casa. La gente que ha llegado hasta acá ha formado un comité y supongo que se reunirán para recabar información y pensar en qué haremos…

-Entonces anda…

Javier se queda mirándome por un rato antes de reprobar mis acciones con la mirada y dar media vuelta.

-Tú sabes por qué los escarabajos querían que te reunieras conmigo… Ahora lo sabes…- le digo mientras se aleja, antes de echarme un nuevo trago de vodka y bajar del camión. Apoyo mi peso sobre la pierna herida y el dolor, tan repentino como insoportable, me hace tambalear. Me sostengo de la puerta del vehículo, esperando que el fuego que quema el interior de mi extremidad se extinga, pero no lo hará a menos que el alcohol vuelva a fluir por mis venas. Me empino la botella de vodka y dejo fluir el licor hasta sentir que su fuego apaga el que consume mi muslo. Sólo entonces me detengo y bastante mareado, vuelvo a mirar el paisaje a oscuras. Brenda está de pie frente a mí. Apenas puedo descifrar su rostro, pero sé que me odia con la mirada.

-A eso me refería, Aníbal. Siempre sabes lo que es correcto, pero haces todo lo contrario ¿Tú crees que no nos duele verte así? Te vas a morir -solloza-, y nos vas a dejar aquí… solos… Me vas a dejar sola…

No acepta mis brazos, pero se queda de pie, ahí, en medio de aquel extraño fresco naturalista, rodeada por casuchas de piedra, plantaciones famélicas, cerros chatos, un charco de agua que pretende convertirse en río.

-No te vas a quedar sola. Está Javier, la Cata, Bárbara, los cabros chicos… Tienen un oasis en donde vivir mientras allá afuera las cosas se arreglan…

-¿De verdad crees que las cosas se arreglarán?

-No, pero supongo que tú aún tienes esperanzas.

-No, fíjate que después de verte a ti no me quedan muchas esperanzas. No sé por qué los escarabajos te dejaron vivo cuando deberías haber sido uno de los primeros en morir.

-Supongo que fue para salvarte. Para salvarlos a todos ustedes. Yo ya cumplí mi misión. Ahora los estoy esperando a ellos. Ya los imagino avanzando por el tierral que pasamos con el camión, buscándome ansiosos, tratando de llegar a mí para exterminarme, para no dejar ni siquiera un rastro de huesos, músculos o ropa.

-¿Por qué eres tan cruel, Aníbal?

-No se trata de ser cruel, es lo que pienso que va a ocurrir, ¿por qué no asumirlo? O mejor aún, ¿por qué no tomarlo como una fantasía? Quizás hasta simplemente me muera de gangrena y ustedes puedan sepultarme como se les de la gana…

Brenda se larga a llorar. Da media vuelta y se pierde en la tinieblas apenas rotas por algunos trazos de fuego exiguo provenientes desde el interior de la chozas. Me quedo apoyado en el camión, enciendo un cigarrillo y me quedo mirando las estrellas que aglomeran en algunos sectores, formando nubes informes que delimitan la negrura impenetrable del cielo. Pienso en morir en casa, rodeado de las mismas paredes que me llevaron a este punto. Sé que puedo seguir el camino de tierra y volver a la carretera en un par de horas, si logro hacerme de las llaves del auto. De ahí, no creo que el viaje a Santiago sea tan complicado. Debo hablar con Javier. Intento caminar, pero la pierna izquierda no me responde y caigo pesadamente al suelo.

Desde aquella incómoda posición, las sombras y las formas indecisas son las mismas. Intento levantarme, pero la borrachera y el dolor hacen de mis movimientos tristes parodias que asimilan a una tortuga tendida sobre su caparazón. De pronto, me detengo. Una decena de escarabajos esta frente a mi rostro. Me quedo mirando sus mandíbulas, sus pedicelos, sus ojos vacíos, sus labios casi invisibles y extraterrestres. Se quedan ahí, como si conversaran entre ellos, observando mi caída. Poco a poco, más escarabajos comienzan a llegar. Me rodean vigilantes, como liliputienses escrutando a un Gulliver demasiado ebrio como para liberarse de sus imaginarias ataduras.

-¿Qué quieren ahora?- pregunto, aunque sé que hablo conmigo. En ese instante, siento sus patas recorrer mis piernas con precaución. Pueden ser diez o cien o mil. No me atrevo a mirar. Supongo que mi hora ha llegado. Nunca imaginé que sería así, pero por lo menos no es tan patético como saltar de un edificio o dejar mis sesos desparramados sobre la alfombra por días, hasta que la putrefacción de mi carne alerte a los vecinos. Cierro los ojos y me preparo para el dolor que provocarán sus mascadas hambrientas y redentoras. Pero nada ocurre. Los bichos descienden en silencio y tal como aparecieron, se pierden en la bruma. Me quedo tendido con la barbilla apoyada en la tierra y un par de piedras enterrándoseme en las costillas, intentando comprender lo que acaba de ocurrir, pero José me interrumpe.

-¿Qué le pasó, caballero?- pregunta en voz baja, ayudándome a dejar el suelo.

-La oscuridad… la oscuridad…- respondo como un autómata. Ahora tengo más que claro lo que debo hacer. Apoyándome en José voy en busca de la cabaña en donde se desarrolla la reunión de sobrevivientes. Irrumpo bullicioso, no por gusto, si no que porque apenas puedo sostenerme en pie. Javier reemplaza a José y me saca del lugar. No hace caso de mis balbuceos y a poco andar, se detiene frente a la puerta de otra ruca. Bárbara, Catalina y Brenda están ahí, refugiándose junto al fuego, compartiendo vivencias a media voz, sosteniendo platos de greda que contienen una humeante sopa que por momentos, embriaga mis sentidos. Javier me deja tendido sobre un montón de sacos paperos y frazadas viejas que hacen las veces de camastro.

-Otra vez tienes fiebre- comenta en voz baja. Catalina se levanta para ir en mi auxilio, pero Bárbara la detiene con un gesto imperioso. Brenda ni siquiera levanta la cabeza. Mantiene la vista fija en el recipiente con caldo, intentando pensar en otra cosa que no sea mi forzoso y decadente estado.

-Necesito las llaves del auto, Kelly- susurro, obligándolo a estar junto a mí sosteniéndole el brazo izquierdo.

-No me vengas con eso. Déjame ver tu herida.

-Te digo que necesito el auto, huevón, tengo que irme de acá ahora.

Javier no hace caso de mi súplica. Se libera de mis manos con cierta facilidad y me baja el pantalón hasta las rodillas. No tengo muchas fuerzas para resistirme. Un sutil aroma podrido despierta mi olfato. La expresión en el rostro de Javier me dice la verdad. Lo veo realizar algunas curaciones con pedazos de paños viejos, agua tibia, algodón áspero y grisáceo. Me sube el pantalón otra vez.

-Trata de dormir. Es lo mejor que puedes hacer ahora.

-No entiendes, ¿verdad? Tu teoría de los escarabajos es cierta. Ellos han planificado todo esto- Sé que sueno como un loco afiebrado desvariando, pero debo convencerlo. -Mi presencia aquí es innecesaria e inútil. Ya cumplí mi cometido. Ahora, debo ir a morir a otra parte. Es mi derecho después de todo lo que ha pasado, ¿no crees?

-Conversemos de esto mañana, Aníbal, cuando la fiebre haya bajado y te sientas mejor.

-Tú sabes tan bien como yo que la fiebre no bajará y que si no me voy pronto moriré aquí y no quiero hacerlo.

Javier hace como que no me escucha. Me tira una sábana confeccionada con sacos harineros encima y vuelve al corro que forman las mujeres. Pretendo gritar, quejarme, llorar, pero sería un gasto inútil de energía. Cierro los ojos y me imagino otra vez en Totoralillo, esta vez en el agua, sin dolor alguno. Atardece y el mar sereno me llena de vida y energías. Allá, en la playa, Mendieta prepara unos tragos y junto a él, Alicia me entrega una última danza calenturrienta antes de que el sol se esconda definitivamente y el océano me lleve hasta el regazo maternal de sus profundidades por siempre silenciosas y sordas. Poco a poco, los susurros del otro lado de la habitación son devorados por mis sueños, hasta convertirse en el sonido de las pequeñas olas que acarician las arenas ámbar, tibias y protectoras de la playa eterna.

No sé si estoy dormido o no… Ya no lo sé… Ya ni siquiera sé si estoy vivo…

miércoles, 19 de noviembre de 2008

EL BUEN ESCARABAJO (Capítulo 5)

JUEVES
Uncut teeth
Tranquill eyes
Bite my lips - bite my lips
Under your feet
BUTTERFLY CAUGHT. MASSIVE ATTACK

Mantengo el cañón del arma dirigido a la cabeza de Javier. Percibo mi mano temblando, como si mi dedo índice, absolutamente dotado de voluntad propia, quisiera presionar el gatillo aún contra mis deseos. El entomólogo me observa con ojos vacíos, inertes, perdidos en algún momento del pasado cercano que había dejado atrás al irse antes que la catástrofe se desatara. Bajo mi brazo, no sin dificultad. Inspiro hondo antes de hablar.

-¿Me puedes explicar qué mierda está pasando?

-¿No lo has notado? Los escarabajos se han tomado el mundo… Algo lógico considerando que son una especie avanzada, superior en muchos aspectos y en constante y siempre exitosa evolución…

-No me vengas con esas huevadas, Javier, y explícame qué diablos está pasando…

-Parece que la gente de la Farmacéutica ya vino a visitarte- sentencia, observando mi rostro aún deforme, desde distintos ángulos, esbozando una sonrisa desencantada. Monto en cólera y desesperación. Lo tomo por el cuello de la camisa y azoto su cuerpo contra la puerta.

-¡Explícame qué está pasando, por la mierda!

Los ojos de Javier adquieren un brillo extraño, como si se hubiesen convertido en cristal. Creo ver lágrimas pasear por el borde sus párpados, pero vuelven a esconderse en las honduras de sus cuencas. Lo libero, pero mantengo una actitud amenazante. Ya no quiero más rodeos ni observaciones evasivas.

-No sospeché que esto iba a terminar así, te lo aseguro. Cuando me llamaron para trabajar con ellos, me explicaron que buscaban experimentar con glándulas de diversos tipos de coleópteros para fabricar nuevos medicamentos que atacaran enfermedades incurables. Pagaban bien y me ofrecían un puesto importante en la compañía una vez terminado el programa de experimentos. No me podía negar, Aníbal, era la gran oportunidad de mi vida…

-Y así terminó, pues compadre, con una cagada del porte de un buque-. No sé porque los deseos de dispararle en medio de las cejas me engrifan los dedos y me hacen transpirar.

-Ellos me encargaron tareas muy específicas y para eso iba a necesitar la ayuda de alguien. Fuiste la primera opción desde un comienzo. Sabía que te habías comprado esta casa con lo último de plata que te quedaba y también sabía que no tenías amigos, que no ibas a contarle de esto a nadie y es más, que probablemente murieras un día cualquiera y me dejaras solo con mis escarabajos…

-Eran míos, huevón. Yo los mantuve vivos todo este tiempo. Tú les metías drogas, los torturabas, los seccionabas, los matabas, los esterilizabas, los disecabas…

-Eso fue lo que no supuse, que fueras a encariñarte con ellos, que fueran a convertirse en una razón para vivir. De todas formas, daba lo mismo mientras no abrieras la boca. Y créeme que ellos también estaban pendientes de eso, a cada momento. Cuando los descubrí vigilándonos fue que me di cuenta que algo andaba mal, que las buenas intenciones altruistas plasmadas en el contrato no eran más que una mascarada. Sus solicitudes de discreción y los resguardos en cada envío se tornaron amenazantes. Descubrí que no era el único trabajando en el mismo tema. Otros entomólogos de otras partes del mundo estaban haciendo lo mismo. Algunos experimentos se cruzaban y eran parte de programas comunes. Otros, eran particulares. Traté de unir cabos, pero tarde me di cuenta de lo que realmente buscaban…

Javier hace una pausa. Se queda mirando el piso por segundos que me parecen infinitos antes de proseguir aquella historia que me parecía una burla, un mal best seller de algún fatalista autor gringo…

-Querían liberar escarabajos mutantes por todo el mundo. La idea era sembrar algo de descontrol y luego, lanzar al mercado el insecticida preciso para cada especie invasora y así, llenarse los bolsillos de dinero. Pero no contaron con la inteligencia de los escarabajos… Ellos evolucionaron, Aníbal, tras cada experimento, tras cada prueba, tras cada muestra extraída, ellos comenzaron a comprender lo que estaba ocurriendo y a avizorar lo que venía. De alguna manera, se comunicaron con los escarabajos silvestres, probablemente más de alguno escapó y todo lo que aprendieron y evolucionaron se convirtió en parte de su desarrollo en estos últimos años. Y se nos adelantaron. Dieron el primer golpe y no hubo insecticida inventado capaz de detenerlos… Me imagino que eso no estaba en sus planes. En los míos tampoco…

-Por eso huiste. Por eso te buscaban.

-A lo mejor sólo era para matarme. No lo sé. No iba a esperarlos. Al principio huí de la gente de la Farmacéutica, pero después huía de ellos, de los escarabajos… Quise ir a un lugar en la cordillera. Es muy difícil que lleguen hasta ahí. Se adaptan a todos los climas, pero el frío es complicado para ellos… Pero me obligaron a volver…

-¿Cómo que te obligaron?

-Estoy convencido que la telekinesis es parte de su evolución. Pueden controlarnos, no me cabe duda. Manejaron mi mente para hacerme volver acá. Aún no sé con qué motivo, pero quieren que esté acá. Querían que nos encontráramos o ¿de qué otra forma te explicas estar aquí también?

-Vine a buscar unas cosas, nada más…

-No mientas, Aníbal. La opción más lógica es irse lo más lejos posible y tú no lo has hecho todavía ¿Me podrías decir por qué? ¿Me podrías explicar qué viniste a hacer acá la otra noche?

-Simplemente porque no quiero irme. No tengo una gran expectativa de vida y si no fuera por las personas que me esperan arriba, no estaría haciendo todo esto. Y si estuve acá la otra noche, es sencillamente porque esta es mi casa- respondo, tratando de encontrar en mis recuerdos, alguna de las razones que Javier exige.

-Fueron ellos, Aníbal. Ellos querían que nos volviéramos a juntar. Ahora falta descubrir para qué.

-No quiero seguir escuchando esto, Javier. Me parece que pasar tanto tiempo encerrado en el laboratorio te soltó los tornillos. Mejor subamos que no están esperando- concluyo, pues no me interesa continuar escuchando las teorías esquizofrénicas de Javier ni menos, que una parte de mí me indique que es probable que tenga razón.

-¿Alicia?

Lo miro con furia, haciéndole saber que no es ella y que mejor no pregunte huevadas. Iniciamos el regreso al primer piso, pero al levantar la pierna izquierda para abordar el primer peldaño, un dolor inconmensurable se apodera de la piel y los músculos de mi extremidad. Pierdo el equilibrio, pero la balaustrada de fierro y los brazos de Javier evitan la caída. La sensación de mil diminutas flechas clavándose en mi pierna es insoportable, como si cada una de ellas me rasgase huesos y músculos desde adentro, dejando huellas de ácido sulfúrico en cada centímetro de la dermis. Recuerdo el accidente. Ahogo el grito de sufrimiento espasmódico. Oculto mi lividez repentina en las sombras y acelero el ascenso, obviando la herida que imagino a rajo abierto, sangrante, viva, como la boca de un esturión hambriento.

Javier parece no sorprenderse de ver a Brenda, Bárbara y Catalina. Al contrario, entre dientes murmura “todo está ocurriendo tal como ellos quieren”, pero ninguno de nosotros tiene deseos de entenderle.

-Ahora sí es tiempo de irnos- sentencio. Javier me mira con una sonrisa resignada y desgastada.

-¿Ahora? ¿Por qué? ¿Antes no era el momento?

-Es un decir, Javier, nada más- espeto, ya un tanto hastiado de sus delirios paranoicos. -Lo importante es que tenemos que movernos y salir de la ciudad.

Sinceramente, mis reales deseos no corresponden a mis palabras. Iría a echarme a la cama, acompañado por unas latas de cerveza, un par de botellas de vodka y agua tónica, cigarrillos y unos buenos gramos de coca. Me quedaría ahí, con las luces apagadas, en silencio, esperando que de una vez por todas lleguen estos condenados bichos a devorarme la piel, los huesos, las tripas, los sueños, los deseos no cumplidos, las esperanzas muertas, las ideas estúpidas que cruzan por mi cabeza como balas de cañón disparadas al azar por un artillero astigmático. Pero ya es tarde para egoísmos y necesidades superlativas. Debí haber pensado en eso cuando Catalina llegó a la puerta de mi casa.

-Nos iremos al amanecer. Todos estamos cansados y la verdad es que es demasiado peligroso andar en auto de noche.

Bárbara me mira con rabia. Evito que abra la boca con un par de gestos difusos que se diluyen en la noche, entre la luz exigua de las velas y de un par de linternas que seguramente, Bárbara cargaba consigo.

-Iré a ver las habitaciones. Brenda y Catalina pueden dormir en la de Javier y Bárbara en la mía. Kelly y yo nos arreglaremos bien acá abajo.

Subo seguido por Catalina.

-No nos va a pasar nada, ¿verdad?- pregunta ella, susurrando.

-Si los bichos hubieran querido hacernos algo, lo hubieran hecho hace rato, ¿no crees?- Le sonrío, tratando de animarla, buscando despejar las dudas que aún rondan su cabecita. Se abraza de mi cintura y avanzamos casi a oscuras por el pasillo, iluminando las habitaciones. No hay ningún rastro de escarabajos, zancudos, polillas o mariposas nocturnas que interrumpa el encierro monástico de cada cuarto, lo que me recuerda mucho las noches de verano que pasaba en Las Cruces, con mi familia, en la cabaña milenaria que poseíamos a un par de cuadras de la playa. Luego de jugar cartas acompañados de varias garrafas de pipeño, íbamos a acostarnos a oscuras, envueltos por el aroma azumagado de las paredes y de la ropa de cama. Y si bien aquí no percibo ningún olor extraño, ni siquiera el del pipeño vomitado por mis tíos, la sensación de claustrofobia luctuosa y fúnebre es la misma.

-Yo debo volver al laboratorio- me dice Javier, una vez que los demás están en el segundo piso.

-¿Para qué?

-No lo sé… Me siento mucho más cómodo allá abajo, buscando alguna pista que me permita encontrar el momento exacto en que esto comenzó a ocurrir. Leo mis anotaciones, recreo algunos experimentos, reformulo mis análisis, a veces hasta abrazo alguna religión con la esperanza de encontrar respuestas…

-¿Estás haciendo tiempo?

-Es muy probable que las cosas que están pasando sean una simple consecuencia de todo lo que hemos hecho por siglos y no de lo que precisamente tú y otros imbéciles hicieron para la Farmacéutica. A lo mejor, aceleraron el proceso, no lo sé... Pero no creo que los escarabajos tengan tanto poder como para controlar nuestros pasos. Y si es así, lo vienen haciendo desde hace mucho tiempo, quizás desde la época en que el primer hombre se irguió sobre sus patas traseras. Simplemente, ahora encontraron la oportunidad de tomar el toro por las astas.

-Creo que sí… Cada vez estoy más seguro que ellos querían reunirnos nuevamente.

-Pensé que con todo lo que pasó, ese fatalismo nihilista se te había quitado.

Me quedo mirándolo. Me parece que nada puede romper el silencio abrupto que nos obliga a concentrarnos en nuestros pensamientos. Javier tiene razón, es casi imposible explicar permanecer tanto tiempo en la ciudad sólo porque tengo un millón de excusas para morirme, para no interesarme por absolutamente nada de lo que me rodea. La lógica me indicaba huir, esconderme, dejarme llevar por los ríos de escarabajos que corrían bajo mis pies, pero no lo hice. Y cada una de mis acciones parecía estar férreamente guiada por una mente muy por encima de la mía. Todo. Desde la llegada de Catalina, la aparición de Alzamora, la despedida de Alicia, volver por Brenda, ir a casa de Bárbara… Todo parecía un guión perfecto con un final aún en ciernes y desconocido.

-Sí- digo finalmente. -A lo mejor querían que nos encontráramos, puede ser que hasta para vernos pelear en una lucha a muerte… O simplemente porque todavía tienen algo que mostrarnos.

Javier sólo sonríe. De pronto, me convenzo que tal como yo, fue una simple víctima de circunstancias superiores, incontrolables, un ciego en un laberinto, observado por reyes deificados en oro que rieron mientras se daba de cabezazos una y otra vez, contra los muros ásperos y modulares de la casa de Asterión.

Voy en busca de una cerveza. Me quedo a oscuras en la cocina mientras bebo. Enciendo un cigarrillo. Escucho el crepitar constante de los bichos en el exterior, recorriendo las ramas de los árboles, corroyendo a sus anchas lo que encuentran a su paso, natural o artificial. No hay sonidos humanos en el ambiente. Ninguno. Como si la casa se hubiera convertido en una cabaña solitaria en medio de un bosque antediluviano. Hasta creo reconocer a qué especie de escarabajo corresponde cada movimiento de mandíbulas, cada carrera, cada pisada informe que se deja escuchar al otro lado de la ventana. Algunas explosiones rompen la calma. Los escarabajos parecen celebrar con inaudibles chillidos un nuevo triunfo. No me preocupa. Yo también celebraría con ellos si la situación fuera distinta, si la pierna no me doliera tanto, si no tuviera tantas dudas que aunque sé no vale la pena aclarar, sin embargo me acosan y me estrujan el cerebro como tratando de volverme finalmente demente… Quizás eso es todo lo que quieren, que los que quedamos vivos nos convirtamos en sus propios conejillos de indias, en entes desequilibrados que terminarán por devorarse unos a otros en una orgía sin precedentes de sexo divergente, empalamientos y una última cena de tripas y epidermis sangrante, fresca y cruda…

-Será mejor que descanses, Aníbal.

-Sí, lo necesito. La cabeza está a punto de explotarme con tanta huevada. Debo olvidarme de todo lo que está pasando y actuar no más, sin pensarlo demasiado… Como siempre.

-No escarmientas, ¿verdad?

-No se trata de eso. El problema es que nunca antes las cosas me habían parecido tan inciertas. Cuando me llené los bolsillos de dinero trabajando, sabía lo que quería y lo hice. Alcancé cada una de las pequeñas y grandes metas que me propuse, satisfice todos mis vicios y deseos, hasta los más oscuros y pervertidos. Pero sabía lo que hacía, tenía completo control de la situación. Cuando opté por comprar esta casa, por ayudarte con los escarabajos, por convertirme en un ermitaño, por pensare seriamente en el suicidio, sabía muy bien lo que estaba haciendo, lo que quería. No soy un borracho que culpe de su desgracia al resto de la humanidad o a la sociedad. Eso era lo que quería, desaparecer lentamente, convertirme en polvo día tras día… Pero ahora, ya no sé qué esperar de mañana. Y esa incertidumbre me incomoda, porque es primera vez en mi vida que no tengo control sobre lo que hago, ni siquiera sobre lo que siento. Es una sensación muy desagradable.

-Quizás eso te sirva, quizás así vuelvas a encontrar el equilibrio en tu vida. Quizás nos sirva a todos para saber de una vez por todas por qué estamos acá, cuál es nuestra misión…

-Esas son huevadas, Javier, por lo menos para mí. Hace unos días lo único que quería era matarme y ahora, lo único que tengo claro es que no quiero dejar solas ni a Catalina ni a Brenda. Pero una vez que todo se vuelva relativamente normal, no te quepa duda que regresaré a esta casa, me llenaré de cerveza y coca y criaré lombrices o arañas…

-Por lo menos te estás preocupando por alguien. Eso me parece un gran avance, Aníbal.

-Eso es una mierda. Son simples deseos de sobrevivir, de no ver morir a las pocas personas que aprecio o por las que siento un poco de cariño. Y yo no soy… yo no era así… No quiero ser así…

-Simplemente no te lo permites. Nunca te lo has permitido.

No quiero pensar más. No quiero pasar la noche en vela buscando razones, causas, motivos, enseñanzas, moralejas… Quiero volver a mi vida. Quizás con Brenda y Catalina, ¿por qué no?, pero quiero mi repulsiva vida de vuelta. Es por eso que recuerdo a Mendieta y el Magia Negra. Algo me dice que lo voy a encontrar ahí todavía. Mi primer impulso es tomar el auto y partir hacia el boliche para respirar un poco de aire viciado, tomarme unos tragos, escuchar esas viejas baladas calentonas de los ochenta mientras una mina de culo grotesco y tetas como mongolfieras baila sobre el escenario del fin del mundo, aplaudida por viejos desdentados, de ojos vítreos y manos esqueléticas, los últimos especimenes de una raza en inevitable y festiva extinción. La idea es tentadora.

-Voy a buscar cigarrillos. Diles a las chicas que no se preocupen, vuelvo en seguida.

Antes que Bárbara o Brenda bajen a decirme algo, ya voy llegando a la esquina para doblar y dirigirme al norte. La oscuridad no es impedimento para mi avance lento y doloroso. Quiero pensar que son los escarabajos de nuevo obligándome a hacer cosas que no quiero, pero sé que son mis ansias de autocomplacencia, el deseo inenarrable de mantener algo de realidad en una situación que no me pertenece, que no me agrada ni tengo muchas ganas de vivir. Es la última vez, lo sé. Es la última vez que tendré la posibilidad de ver el Magia Negra y empaparme de la atmósfera turbulenta, rancia, apestosa, tétrica, inmoral e infernal del boliche de Mendieta que sin embargo, acogió mis angustias, mis penas, mis escasas alegrías y sobre todo, lo poco que me queda de humanidad.

Estaciono frente al local. La puerta está entreabierta. Siento la pierna darme una señal de atención punzante. Enciendo la lamparilla que está sobre el retrovisor y por primera vez, le echo una mirada a la herida. La tela del pantalón tiene una abertura de cuatro centímetros, que con la oscuridad y el alboroto ni yo ni nadie había visto. Eso me hace imaginar una laceración pequeña y sin importancia, pero cuando observo a través del agujero, me llevó una preocupante sorpresa. La profundidad del corte es alarmante. Seguramente sangré por mucho rato después del choque, pero el pantalón absorbió el líquido y a la vez, lo camufló, convirtiéndolo en una delgada costra adherida a las paredes internas de la tela. Alrededor de la pequeña laceración con forma de vulva, la piel se haya hinchada y enrojecida, a excepción de los bordes de la herida que se han vuelto blancos, como si estuviesen pintados con tempera. Me imagino que eso debe ser grave, pero a estas alturas, da lo mismo. Acomodo el pantalón lo mejor posible para disimular el agujero en la tela y dejo atrás la calidez nebulosa del auto.

Me deslizo por el corto aunque abrasador pasillo que lleva al salón. Una vez que traspaso las gruesas cortinas de raso, descubro el local casi vacío, apenas iluminado por velas aromáticas. Avanzo con seguridad hacia la barra, donde los ojos enrojecidos y las sonrisas nostálgicas de Mendieta, el Humanoide, el Chupete y Alicia, me reciben.

-¿Lo de siempre?- ofrece Mendieta. Asiento. Él no demora en preparar un vodka tónica más cargado al licor que a la soda. Bajo la mitad del contenido de un único envión y me siento en casa otra vez, aunque sé que es un ilusión.

-¿Vas a esperar la decadencia del imperio de los hombres con nosotros?- susurra el Humanoide, encendiendo un cigarrillo.

-No. Tengo otras cosas que hacer.

Alicia se me acerca, felina. Por un momento creo que me va a abrazar, pero simplemente apoya sus brazos sobre la barra, junto a mí. El aroma de su piel me hipnotiza, pero sé que también es parte de la fantasía.

-Gracias- murmura, sin despegar la vista de la madera sucia del mesón. -Gracias por avisarme. No lo entendí en el momento, pero gracias de todas maneras.

No le digo nada. La observo a través del espejo en donde Mendieta acumula las botellas y su imagen parece desvanecerse, dejando aquel espacio convertido en sombras inquebrantables.

Termino mi trago. Saco unos billetes para pagarle a Mendieta, pero él no acepta el dinero. Sólo sonríe y mudo, me desea suerte. Definitivamente, lo perdí todo. Demoro mis pasos al salir, pero antes de traspasar la barrera de las cortinas que me separan del exterior, escucho la voz de Alicia llamarme.

-Aníbal… Un último baile…

En el mismo momento en que me doy vuelta, Alicia presiona “play” en la radio que tiene a un costado del escenario. David Coverdale se escucha un tanto añejo a través de los parlantes, pero eso no impide que Alicia se deslice sobre el entablado con la misma gracia ofidia de siempre… de antes… La observo danzar en elásticos movimientos que la llevan a quitarse la ropa con la misma sensualidad que me conquistó hace tanto tiempo, dejándose llevar por el ritmo cadencioso, llenando de vida el local. Creo ver los focos encendidos y escuchar las palmas batientes de cientos de clientes excitados, poseídos por los movimientos sinuosos de Alicia que termina por quitarse toda la ropa para apropiarse del caño endulzado por su propio sudor. La canción termina y ella se queda tendida en el piso, exhibiendo la hermosura sublime de su cuerpo. Los focos se apagan, los aplausos se desvanecen, la vida es carcomida otra vez por las dentelladas de los escarabajos que me esperan más allá de los muros del Magia Negra.

Me dejo caer sobre el sillón. Me cubro con la chaqueta que llevo puesta y apago la vela que Javier ha dejado encendida. Apenas puedo distinguir su silueta en la oscuridad segundos antes de cerrar los ojos por la fuerza pues parece que ellos no quieren hacerlo por cuenta propia. Utilizo el sonido de los insectos en el exterior como arrullo para dejarme llevar por el agotamiento hacia el descanso tan necesario pero tan inútil. No hago caso de la picazón constante y molesta de mi pierna, ni del dolor de la herida que probablemente se esté pudriendo. Mañana hablaré con Javier y veré que puedo hacer para curarla… Abro los ojos. Ha amanecido. Siento que no he dormido absolutamente nada. Me acerco a Javier para despertarlo. Quito la frazada que lo cubre para descubrir que su rostro ha sido devorado por los escarabajos que se refocilan entre las sobras aún sangrantes y refulgentes de su cráneo destrozado por millones de pequeñas mordidas.

-Despierta, Aníbal-. Es Catalina que me acaricia el rostro. Estoy transpirando. Javier está un poco más allá, echando comida en un bolso junto a Bárbara. Brenda no deja de traer cosas desde la cocina: galletas, jugos en sobre, tallarines, arroz, conservas… me levanto con adolorida lentitud. El sol ha salido hace rato. Se ve más brillante y grande que de costumbre y el cielo, más azul y prístino. Me cambio de ropa y engullo una lata de cerveza casi al seco antes de salir para guardar las maletas, seguido de Javier que ha dejado a Bárbara y Brenda preparando nuestras reservas de alimento. Me quedo sentado tras el volante, tratando de apagar el dolor que hace palpitar los músculos de mi pierna. Los demás suben e iniciamos el viaje hacia el norte, con cierta parsimonia, buscando quizás un sobreviviente entre tanto desastre relativamente ordenado, pues a pesar de los vehículos desparramados, la ausencia de gente y sonidos hace que el paisaje luzca como una fotografía. Extrañamente, no hay basura, ni cadáveres bubónicos y todo lo que nos rodea parece una escenografía. Me dejo llevar por la calma superficial del diaporama renovado por aires frescos y aromáticos que se deslizan por los árboles que parecen respirar aliviados, observando a los perros y los gatos correr libremente por las calles, a la las aves dueñas del cielo y de cada parque y plaza con que nos cruzamos, a los mismos escarabajos que se pasean por calles veredas y ruinas de casas y edificios con mucha más calma y premeditada lentitud, sabiéndose vencedores, amos y señores de la tierra que vuelve a nacer bajo sus pies, purificada por el caos.

El sol continúa su andar gordo sobre nuestras cabezas. Nos detenemos en una bencinera. Javier y yo bajamos. Él se queda echándole combustible al auto y yo voy en busca de lo que haya en el minimarket abandonado. Saco chicles, dulces, bebidas, cigarrillos, algunos emparedados que acumulo en la parte inferior de mi polera convertida en una diminuta bolsa… Regreso al auto.

-Podrías haber hecho eso ayer en la noche, cuando saliste- replica Brenda. La observo por el retrovisor. Sé que desea recriminarme porque sospecha cuál fue el real destino de mis pasos hace unas horas, pero rechazo la invitación a discutir con una sonrisa cansada.

Echo a andar el motor.

La Panamericana se ha convertido en un cementerio de vehículos desperdigados en las bermas y a veces, en medio de las pistas. Avanzamos a una velocidad razonable para no encontrarnos con ninguna sorpresa y con mayor precaución aún al descubrir vacas, cabras y conejos atravesando la vía sin ningún cuidado. No tienen porque hacerlo. No nos cruzamos con caminantes ni con otros vehículos en varias horas. No vemos ni un alma en Llay Llay ni tampoco en Calera. Sólo a algunos kilómetros de Los Vilos, obra el milagro. En dirección contraria, diviso otro automóvil, avanzando a toda velocidad. Me detengo en la berma y bajo para hacerles señas, con la esperanza de detenerlos. Javier y Brenda me siguen.

La camioneta se detiene a la misma altura nuestra, pero en la pista contraria. El conductor es un tipo de cuarenta años, transfigurado por la situación caótica que seguramente vivió en alguna ciudad de más al norte. Su mujer no luce mejor. Despeinada y con los ojos enrojecidos, parece agradecer haberse encontrado con otro ser humano después de quizás cuánto tiempo. Sus hijos duermen en el asiento de atrás, vencidos por el cansancio de la huida.

-Si va para Santiago, amigo, le recomiendo que tenga cuidado- sentencio.

-¿Por qué? ¿Qué pasó allá?- pregunta él, con voz quebrada.

-Me imagino que lo mismo que en otros lugares.

El tipo comienza a llorar y es poco lo que entiendo de su malograda aventura durante los últimos días. Vienen de Copiapó, en donde todo es un desastre. No se han encontrado con mucha gente en el camino, y los que han encontrado van al norte, y hay momentos en los que la psicosis obligada les hace pensar que son los últimos sobre el planeta…

-… y ahora vamos a Santiago a buscar a mi mamá… Por favor dígame que allá hay gente, que encontraron la forma de acabar con los escarabajos, por favor…

-No le puedo mentir, amigo. No es mucha la gente que queda viva allá, pero hay personas. De todas maneras, déjeme decirle que si a estas alturas del partido no están muertos, es porque los escarabajos ya les han perdonado la vida. Traten de no hacerles ningún daño a los bichos y les aseguro que pase lo que pase, no los tocarán.

Ella y él se quedan mirándome con los rostros convertidos en signos de interrogación.

-Créanlo. Lo peor ya pasó. Sólo tengan cuidado- interviene Javier. Ellos susurran un tibio “gracias” antes de echar a andar el auto de nuevo.

No puedo evitar un quejido ahogado al momento de subir. Javier me mira con el ceño fruncido, buscando una explicación. Ahogo el dolor encendiendo un cigarrillo, el filtro me permite mentir de mejor manera.

-Estoy agotado, nada más.

Abordamos la carretera otra vez, en silencio, apenas sintiéndonos vivos gracias al viento que rasga nuestra piel. El sol continúa su ciclo imperceptible y eterno, mientras Catalina es vencida por el agotamiento, el calor, la aburridora travesía signada por el asfalto y la ausencia de otros seres humanos.

A media tarde, llegamos a las cercanías de Totoralillo. El sol se refleja sobre el mar calmo, haciéndolo demasiado tentador, realzando la hendidura que da forma a la playa. No lo pienso demasiado y saco el auto de la carretera.

-¿Qué estás haciendo, huevón?- se queja Bárbara. Catalina despierta sobresaltada.

-Descansemos un poco, por lo menos a mí me hace falta.

-¿Cómo se te ocurre parar? ¿No ves que nos puede pasar algo?

-¿Qué nos va a pasar, Bárbara? No hay gente, con suerte hay animales y los escarabajos no nos han hecho nada… Ni siquiera sabemos a dónde vamos, ¿cuál es tu problema?

Bárbara se larga a llorar. Detengo el auto en el camino de tierra de colinda con la playa de aguas azules y tranquilas. Brenda la acoge en sus brazos, con el mismo instinto naturalmente maternal con que sus miradas y palabras me cobijaron. Javier baja. Busco palabras para consolar a Bárbara, pero no las encuentro.

-No sé qué vamos a hacer… Tengo tanto miedo, tantas dudas… Ahora ni siquiera estoy segura si salir de Santiago fue lo mejor… ¿Y si los escarabajos de otras partes no son amigos de Aníbal?... Por favor, prométanme que vamos a estar bien, que esto se acabará, que podremos volver a hacer una vida normal… Por favor…

Bárbara estalla otra vez en sollozos incontrolables. Brenda le acaricia la cabeza. Catalina, afectada por la situación, también desata el llanto. Mientras, Javier pasea cerca del mar, ajeno a lo que ocurre en el asiento trasero del carro. También quiero salir, dejar atrás esos maullidos atroces aunque justificados. No tengo respuestas. Probablemente los escarabajos las tengan. Quizás ellos son los que desean este viaje al norte, en busca de un nuevo Eldorado donde reposar nuestros huesos y dejar atrás el infierno, la muerte sin rastros y las fauces abiertas de la guerra perdida. Sin importar lo que diga, Bárbara no se sentirá mejor, así es que prefiero dejar que se desahogue y voy en busca de Javier.

-¿Qué te pasa, Aníbal?

-Nada, ¿por qué?

-Tu no estás bien…

-He pasado una semana bastante intranquila, compadre. No me pidas que tenga una mejor cara porque además, esta cara que tengo ahora es tu culpa. No me sigas jodiendo porque si no me veré obligado a matarte aquí mismo, mira que ganas no me faltan.

Javier sonríe y se queda mirando el océano. Yo también. Hacía muchos años que no visitaba la playa. Quizás desde mis tiempos en la agencia. En esa época, los negocios, simposios y encuentros me obligaban a viajar a Asia, Europa, Norteamérica… Las costas de Grecia eran mis favoritas, seguidas por las de México y Tailandia. Me encantaba quedarme tendido sobre la arena, bebiendo algo, preferentemente ron, durante largas horas, antes de sumergirme en las aguas que recuerdo pintadas de un profundo azul en Birmania, de color turquesa en Belice y relajantemente celestes en Francia.

El mar aquí en Chile es diferente. O lo era. Siempre me parecía rabioso, como si luchara consigo mismo para contener sus deseos de llegar hasta las faldas de la cordillera y arrasar con todo a su paso. A diferencia de lo que tengo frente a mis ojos en este momento, lo recuerdo encabritado, en constante movimiento, revuelto, ansioso. La brisa me hiela los brazos y las piernas, atenuando el dolor de la herida que todavía no quiero volver a mirar. Quizás un buen baño acabe con el dolor. Nadar unos minutos en dirección del horizonte, perderme buscando los resplandores áureos del sol en el fondo del mar que, más que nunca antes, luce tan pasivo y acogedor.

-Se nos va a hacer tarde y debemos encontrar un lugar dónde quedarnos- aconseja Javier, iniciando el regreso. Demoro un minuto en seguir sus pasos. Quiero… deseo quedarme tendido sobre la arena, esperar a que las estrellas aparezcan en el cielo y por fin, dormir, como hace años no lo hago. Pero regreso. Otra vez me pongo tras el volante y al poco rato, ya estamos otra vez en la ruta 5, enfilando rumbo hacia Coquimbo.

Llegamos a la ciudad cuando todavía queda algo de luz natural. No hay muchas casas en pie y el panorama de los vehículos desperdigados en todas partes se repite. Necesitamos encontrar un lugar seguro, tanto para esconder el carro como para nosotros. Doy varias vueltas por el centro de la ciudad, encontrándome sólo con escombros y tropas de escarabajos que deambulan buscando más alimento, más presas, más víctimas.

-¿Por qué mejor no seguimos de largo? Yo puedo manejar…- comenta Bárbara, con el temor esbozado en cada una de sus palabras.

-Sí, maneja tú. Vamos a ver cómo reaccionas si los bichos se cruzan por tu camino.

-Piensa en cómo reaccionarás tú si Bárbara tiene razón y los que se cruzan en tu camino no son tan amistosos como los que tenías en el sótano- recrimina Brenda.

Detengo el auto de improviso. A pesar de la perorata conciliadora de Javier, desciendo, ahogando nuevamente un grito de dolor atroz. Es en ese instante que siento la pierna ardiendo, como si estuviera sobre una parrilla dieciochera. Avanzo a duras penas por la calle hasta que una tropa de coleópteros de las más diversas especies, se cruza en mi camino. Disminuyen su marcha indómita y esquivan mis pies con elegancia, para continuar su recorrido.

-¿Eso aclara tus dudas?- le digo a Brenda, una vez de vuelta en el carro.

-¿Cómo sabías que no te harían nada?- pregunta, intrigada, Catalina.

-No lo sabía. Simplemente a Aníbal le da lo mismo si los escarabajos no lo cotizan o si lo devoran en medio de la noche- interviene Javier.

Enciendo un cigarrillo, mientras continúo mi avance hacia La Serena. Una cabañitas solariegas cerca del mar desvían mi atención. Me parece que es el lugar perfecto para pasar la noche y quizás, hasta para quedarnos unos días.

Llegamos con ruidoso escándalo. Si hay alguien ahí, será mejor saberlo de inmediato. Estacionamos el auto en medio de dos de las casas cuya techumbre artificial imita las construcciones de la Polinesia. Apuntamos las linternas en todas direcciones, buscando bichos (aún no sé por qué las mujeres insisten en eso) y cuando nos hallamos a nuestras anchas, bajamos. No bien hemos puesto nuestros pies en la arena, una pareja de ancianos asoma en el porche de una de las cabañas.

-Mira, Mariluz, todavía hay gente…

El anciano se emociona hasta las lágrimas. La mujer también. Brenda corre a abrazarlos, como si así fuese a consolarlos o a demostrarles que somos reales, que no están alucinando, que los milagros existen y que ya no están solos. Hasta a mí me parece una escena tierna, sin embargo, prefiero no encontrarme con sorpresas e irrumpo en la cabaña más cercana, justo en frente de la que cobija a los ancianos. La habitación parece libre de escarabajos, luce limpia y con camas suficientes para todos. Pretendo volver al exterior, pero me detengo. El calor infernal que atrofia mi pierna se me ha esparcido por todo el cuerpo. Doy un paso en falso. No alcanzo a ver el suelo con que mi cabeza se estrella.

Abro los ojos. La luz de una vela ilumina el rostro triste de Brenda, sentada a un costado de la cama, sosteniendo un paño frío sobre mi frente. Sus ojos denotan llanto desconsolado y sus manos tiemblan infantiles.

-Nos asustaste- susurra.

Catalina me abraza fuertemente. A los pies de la cama veo a Bárbara y Javier. Sus rostros han caído en una extraña y oscura expresión de marcha fúnebre.

-Vamos a ir a La Serena a buscar medicamentos- dice Javier mientras se acerca.

-Un par de aspirinas bastará, compadre- río.

-No esta vez. La herida en tu pierna… está infectada. Tienes gangrena, Aníbal, y si no la tratamos pronto con antibióticos, corres el riesgo de morir.

-Por qué eso no me sorprende- respondo, sintiendo otra vez el fuego de la infección escarbando los músculos de mi extremidad.

-¿Por qué no dijiste nada, huevón?

-Qué se yo… Quizás por lo mismo que no me avisaste que te ibas a Argentina para arrancar de los matones de la Farmacéutica…

-No despertaste de buen humor, al parecer.

-Hagan lo que deban hacer. Yo no me moveré de aquí. Quizás esto me sirva para descansar de una vez por todas.

-No sé si pueda conducir, Javier- solloza Bárbara.

-Lamentablemente, no nos queda otra opción.

Bárbara se muerde los labios con nerviosismo. Me mira. Mira a Javier. Mira a Brenda y a Catalina, buscando una respuesta, alguna señal de la cual aferrarse para tomar una decisión que se acomode a sus miedos. Me parece que soy el único que no quiere obligarla a partir, pero ella no hace caso de mis mensajes subliminales. Toma una chaqueta y parte, seguida de Javier

Catalina me acaricia la cabeza, mientras da vuelta el paño húmedo. Me levanto un par de centímetros para apoyarme sobre la cabecera y no parecer desahuciado. A los pies de la cama, junto a Brenda, hay una palangana con agua y paños que luego identifico como pedazos de alguna polera. Quiero evitar su mirada, pero me es imposible.

-Eres un imbécil, Aníbal. Sabes cuáles son las decisiones correctas, siempre has sabido qué hacer en cada momento y siempre, invariablemente, haces lo incorrecto… ¿Por qué mierda eres así, Aníbal?

-No lo sé. Si tuviera respuestas, de seguro no estaría aquí. No pensé que el dolor de la pierna fuera tan grave. Tuvimos un accidente, uno queda adolorido, medio muerto. Qué podía saber…

-No me refiero a eso solamente, me refiero a toda tu vida, huevón. Has hecho todo lo posible por convertirla en una mierda… Y no te das cuenta que hay gente que te quiere y te necesita…

Se queda mirándome con maternal emoción. Catalina continúa acariciándome levemente. No puedo evitar pensar en que formo parte de una familia y la idea me hace hervir la cabeza. Cierro los ojos sólo para excavar en el dolor de la pierna.

-Es una herida horrible- comenta Brenda, soterradamente antes de cambiar el paño. Percibo que las caricias de Catalina se hacen cada vez más espaciadas. Brenda también, así es que le ordena ocupar otra de las camas de la habitación para dormir.

-… No sabemos cuán largo será el viaje mañana, hija- le dice con ternura. La pequeña asiente con los ojos apenas abiertos. A los pocos minutos, duerme profundamente. Brenda reemplaza el paño húmedo.

-Si te llega a pasar algo, te voy a patear, Aníbal Gaete- amenaza Brenda. Sonrío. Hace mucho tiempo que una mujer no me llama por mi nombre y apellido. Mi madre hacía eso cuando alguna de mis aventuras la sacaba de quicio. Ni siquiera sé si está muerta o no. Quizás los escarabajos acabaron con ella, como tantos otros. La vista se me nubla. Espero que no sean lágrimas de cocodrilo arrepentido. Brenda se acerca lentamente y posa sus labios sobre los míos con ternura, como si aquello fuese una despedida. Respondo con pasión, rodeándola con mis brazos y en ese momento, en ese preciso momento, siento que un millón de emociones y sentimientos rompen las cadenas oxidadas que los habían relegado a los rincones más olvidados, lúgubres y pantanosos de mi ser.