miércoles, 19 de noviembre de 2008

EL BUEN ESCARABAJO (Capítulo 5)

JUEVES
Uncut teeth
Tranquill eyes
Bite my lips - bite my lips
Under your feet
BUTTERFLY CAUGHT. MASSIVE ATTACK

Mantengo el cañón del arma dirigido a la cabeza de Javier. Percibo mi mano temblando, como si mi dedo índice, absolutamente dotado de voluntad propia, quisiera presionar el gatillo aún contra mis deseos. El entomólogo me observa con ojos vacíos, inertes, perdidos en algún momento del pasado cercano que había dejado atrás al irse antes que la catástrofe se desatara. Bajo mi brazo, no sin dificultad. Inspiro hondo antes de hablar.

-¿Me puedes explicar qué mierda está pasando?

-¿No lo has notado? Los escarabajos se han tomado el mundo… Algo lógico considerando que son una especie avanzada, superior en muchos aspectos y en constante y siempre exitosa evolución…

-No me vengas con esas huevadas, Javier, y explícame qué diablos está pasando…

-Parece que la gente de la Farmacéutica ya vino a visitarte- sentencia, observando mi rostro aún deforme, desde distintos ángulos, esbozando una sonrisa desencantada. Monto en cólera y desesperación. Lo tomo por el cuello de la camisa y azoto su cuerpo contra la puerta.

-¡Explícame qué está pasando, por la mierda!

Los ojos de Javier adquieren un brillo extraño, como si se hubiesen convertido en cristal. Creo ver lágrimas pasear por el borde sus párpados, pero vuelven a esconderse en las honduras de sus cuencas. Lo libero, pero mantengo una actitud amenazante. Ya no quiero más rodeos ni observaciones evasivas.

-No sospeché que esto iba a terminar así, te lo aseguro. Cuando me llamaron para trabajar con ellos, me explicaron que buscaban experimentar con glándulas de diversos tipos de coleópteros para fabricar nuevos medicamentos que atacaran enfermedades incurables. Pagaban bien y me ofrecían un puesto importante en la compañía una vez terminado el programa de experimentos. No me podía negar, Aníbal, era la gran oportunidad de mi vida…

-Y así terminó, pues compadre, con una cagada del porte de un buque-. No sé porque los deseos de dispararle en medio de las cejas me engrifan los dedos y me hacen transpirar.

-Ellos me encargaron tareas muy específicas y para eso iba a necesitar la ayuda de alguien. Fuiste la primera opción desde un comienzo. Sabía que te habías comprado esta casa con lo último de plata que te quedaba y también sabía que no tenías amigos, que no ibas a contarle de esto a nadie y es más, que probablemente murieras un día cualquiera y me dejaras solo con mis escarabajos…

-Eran míos, huevón. Yo los mantuve vivos todo este tiempo. Tú les metías drogas, los torturabas, los seccionabas, los matabas, los esterilizabas, los disecabas…

-Eso fue lo que no supuse, que fueras a encariñarte con ellos, que fueran a convertirse en una razón para vivir. De todas formas, daba lo mismo mientras no abrieras la boca. Y créeme que ellos también estaban pendientes de eso, a cada momento. Cuando los descubrí vigilándonos fue que me di cuenta que algo andaba mal, que las buenas intenciones altruistas plasmadas en el contrato no eran más que una mascarada. Sus solicitudes de discreción y los resguardos en cada envío se tornaron amenazantes. Descubrí que no era el único trabajando en el mismo tema. Otros entomólogos de otras partes del mundo estaban haciendo lo mismo. Algunos experimentos se cruzaban y eran parte de programas comunes. Otros, eran particulares. Traté de unir cabos, pero tarde me di cuenta de lo que realmente buscaban…

Javier hace una pausa. Se queda mirando el piso por segundos que me parecen infinitos antes de proseguir aquella historia que me parecía una burla, un mal best seller de algún fatalista autor gringo…

-Querían liberar escarabajos mutantes por todo el mundo. La idea era sembrar algo de descontrol y luego, lanzar al mercado el insecticida preciso para cada especie invasora y así, llenarse los bolsillos de dinero. Pero no contaron con la inteligencia de los escarabajos… Ellos evolucionaron, Aníbal, tras cada experimento, tras cada prueba, tras cada muestra extraída, ellos comenzaron a comprender lo que estaba ocurriendo y a avizorar lo que venía. De alguna manera, se comunicaron con los escarabajos silvestres, probablemente más de alguno escapó y todo lo que aprendieron y evolucionaron se convirtió en parte de su desarrollo en estos últimos años. Y se nos adelantaron. Dieron el primer golpe y no hubo insecticida inventado capaz de detenerlos… Me imagino que eso no estaba en sus planes. En los míos tampoco…

-Por eso huiste. Por eso te buscaban.

-A lo mejor sólo era para matarme. No lo sé. No iba a esperarlos. Al principio huí de la gente de la Farmacéutica, pero después huía de ellos, de los escarabajos… Quise ir a un lugar en la cordillera. Es muy difícil que lleguen hasta ahí. Se adaptan a todos los climas, pero el frío es complicado para ellos… Pero me obligaron a volver…

-¿Cómo que te obligaron?

-Estoy convencido que la telekinesis es parte de su evolución. Pueden controlarnos, no me cabe duda. Manejaron mi mente para hacerme volver acá. Aún no sé con qué motivo, pero quieren que esté acá. Querían que nos encontráramos o ¿de qué otra forma te explicas estar aquí también?

-Vine a buscar unas cosas, nada más…

-No mientas, Aníbal. La opción más lógica es irse lo más lejos posible y tú no lo has hecho todavía ¿Me podrías decir por qué? ¿Me podrías explicar qué viniste a hacer acá la otra noche?

-Simplemente porque no quiero irme. No tengo una gran expectativa de vida y si no fuera por las personas que me esperan arriba, no estaría haciendo todo esto. Y si estuve acá la otra noche, es sencillamente porque esta es mi casa- respondo, tratando de encontrar en mis recuerdos, alguna de las razones que Javier exige.

-Fueron ellos, Aníbal. Ellos querían que nos volviéramos a juntar. Ahora falta descubrir para qué.

-No quiero seguir escuchando esto, Javier. Me parece que pasar tanto tiempo encerrado en el laboratorio te soltó los tornillos. Mejor subamos que no están esperando- concluyo, pues no me interesa continuar escuchando las teorías esquizofrénicas de Javier ni menos, que una parte de mí me indique que es probable que tenga razón.

-¿Alicia?

Lo miro con furia, haciéndole saber que no es ella y que mejor no pregunte huevadas. Iniciamos el regreso al primer piso, pero al levantar la pierna izquierda para abordar el primer peldaño, un dolor inconmensurable se apodera de la piel y los músculos de mi extremidad. Pierdo el equilibrio, pero la balaustrada de fierro y los brazos de Javier evitan la caída. La sensación de mil diminutas flechas clavándose en mi pierna es insoportable, como si cada una de ellas me rasgase huesos y músculos desde adentro, dejando huellas de ácido sulfúrico en cada centímetro de la dermis. Recuerdo el accidente. Ahogo el grito de sufrimiento espasmódico. Oculto mi lividez repentina en las sombras y acelero el ascenso, obviando la herida que imagino a rajo abierto, sangrante, viva, como la boca de un esturión hambriento.

Javier parece no sorprenderse de ver a Brenda, Bárbara y Catalina. Al contrario, entre dientes murmura “todo está ocurriendo tal como ellos quieren”, pero ninguno de nosotros tiene deseos de entenderle.

-Ahora sí es tiempo de irnos- sentencio. Javier me mira con una sonrisa resignada y desgastada.

-¿Ahora? ¿Por qué? ¿Antes no era el momento?

-Es un decir, Javier, nada más- espeto, ya un tanto hastiado de sus delirios paranoicos. -Lo importante es que tenemos que movernos y salir de la ciudad.

Sinceramente, mis reales deseos no corresponden a mis palabras. Iría a echarme a la cama, acompañado por unas latas de cerveza, un par de botellas de vodka y agua tónica, cigarrillos y unos buenos gramos de coca. Me quedaría ahí, con las luces apagadas, en silencio, esperando que de una vez por todas lleguen estos condenados bichos a devorarme la piel, los huesos, las tripas, los sueños, los deseos no cumplidos, las esperanzas muertas, las ideas estúpidas que cruzan por mi cabeza como balas de cañón disparadas al azar por un artillero astigmático. Pero ya es tarde para egoísmos y necesidades superlativas. Debí haber pensado en eso cuando Catalina llegó a la puerta de mi casa.

-Nos iremos al amanecer. Todos estamos cansados y la verdad es que es demasiado peligroso andar en auto de noche.

Bárbara me mira con rabia. Evito que abra la boca con un par de gestos difusos que se diluyen en la noche, entre la luz exigua de las velas y de un par de linternas que seguramente, Bárbara cargaba consigo.

-Iré a ver las habitaciones. Brenda y Catalina pueden dormir en la de Javier y Bárbara en la mía. Kelly y yo nos arreglaremos bien acá abajo.

Subo seguido por Catalina.

-No nos va a pasar nada, ¿verdad?- pregunta ella, susurrando.

-Si los bichos hubieran querido hacernos algo, lo hubieran hecho hace rato, ¿no crees?- Le sonrío, tratando de animarla, buscando despejar las dudas que aún rondan su cabecita. Se abraza de mi cintura y avanzamos casi a oscuras por el pasillo, iluminando las habitaciones. No hay ningún rastro de escarabajos, zancudos, polillas o mariposas nocturnas que interrumpa el encierro monástico de cada cuarto, lo que me recuerda mucho las noches de verano que pasaba en Las Cruces, con mi familia, en la cabaña milenaria que poseíamos a un par de cuadras de la playa. Luego de jugar cartas acompañados de varias garrafas de pipeño, íbamos a acostarnos a oscuras, envueltos por el aroma azumagado de las paredes y de la ropa de cama. Y si bien aquí no percibo ningún olor extraño, ni siquiera el del pipeño vomitado por mis tíos, la sensación de claustrofobia luctuosa y fúnebre es la misma.

-Yo debo volver al laboratorio- me dice Javier, una vez que los demás están en el segundo piso.

-¿Para qué?

-No lo sé… Me siento mucho más cómodo allá abajo, buscando alguna pista que me permita encontrar el momento exacto en que esto comenzó a ocurrir. Leo mis anotaciones, recreo algunos experimentos, reformulo mis análisis, a veces hasta abrazo alguna religión con la esperanza de encontrar respuestas…

-¿Estás haciendo tiempo?

-Es muy probable que las cosas que están pasando sean una simple consecuencia de todo lo que hemos hecho por siglos y no de lo que precisamente tú y otros imbéciles hicieron para la Farmacéutica. A lo mejor, aceleraron el proceso, no lo sé... Pero no creo que los escarabajos tengan tanto poder como para controlar nuestros pasos. Y si es así, lo vienen haciendo desde hace mucho tiempo, quizás desde la época en que el primer hombre se irguió sobre sus patas traseras. Simplemente, ahora encontraron la oportunidad de tomar el toro por las astas.

-Creo que sí… Cada vez estoy más seguro que ellos querían reunirnos nuevamente.

-Pensé que con todo lo que pasó, ese fatalismo nihilista se te había quitado.

Me quedo mirándolo. Me parece que nada puede romper el silencio abrupto que nos obliga a concentrarnos en nuestros pensamientos. Javier tiene razón, es casi imposible explicar permanecer tanto tiempo en la ciudad sólo porque tengo un millón de excusas para morirme, para no interesarme por absolutamente nada de lo que me rodea. La lógica me indicaba huir, esconderme, dejarme llevar por los ríos de escarabajos que corrían bajo mis pies, pero no lo hice. Y cada una de mis acciones parecía estar férreamente guiada por una mente muy por encima de la mía. Todo. Desde la llegada de Catalina, la aparición de Alzamora, la despedida de Alicia, volver por Brenda, ir a casa de Bárbara… Todo parecía un guión perfecto con un final aún en ciernes y desconocido.

-Sí- digo finalmente. -A lo mejor querían que nos encontráramos, puede ser que hasta para vernos pelear en una lucha a muerte… O simplemente porque todavía tienen algo que mostrarnos.

Javier sólo sonríe. De pronto, me convenzo que tal como yo, fue una simple víctima de circunstancias superiores, incontrolables, un ciego en un laberinto, observado por reyes deificados en oro que rieron mientras se daba de cabezazos una y otra vez, contra los muros ásperos y modulares de la casa de Asterión.

Voy en busca de una cerveza. Me quedo a oscuras en la cocina mientras bebo. Enciendo un cigarrillo. Escucho el crepitar constante de los bichos en el exterior, recorriendo las ramas de los árboles, corroyendo a sus anchas lo que encuentran a su paso, natural o artificial. No hay sonidos humanos en el ambiente. Ninguno. Como si la casa se hubiera convertido en una cabaña solitaria en medio de un bosque antediluviano. Hasta creo reconocer a qué especie de escarabajo corresponde cada movimiento de mandíbulas, cada carrera, cada pisada informe que se deja escuchar al otro lado de la ventana. Algunas explosiones rompen la calma. Los escarabajos parecen celebrar con inaudibles chillidos un nuevo triunfo. No me preocupa. Yo también celebraría con ellos si la situación fuera distinta, si la pierna no me doliera tanto, si no tuviera tantas dudas que aunque sé no vale la pena aclarar, sin embargo me acosan y me estrujan el cerebro como tratando de volverme finalmente demente… Quizás eso es todo lo que quieren, que los que quedamos vivos nos convirtamos en sus propios conejillos de indias, en entes desequilibrados que terminarán por devorarse unos a otros en una orgía sin precedentes de sexo divergente, empalamientos y una última cena de tripas y epidermis sangrante, fresca y cruda…

-Será mejor que descanses, Aníbal.

-Sí, lo necesito. La cabeza está a punto de explotarme con tanta huevada. Debo olvidarme de todo lo que está pasando y actuar no más, sin pensarlo demasiado… Como siempre.

-No escarmientas, ¿verdad?

-No se trata de eso. El problema es que nunca antes las cosas me habían parecido tan inciertas. Cuando me llené los bolsillos de dinero trabajando, sabía lo que quería y lo hice. Alcancé cada una de las pequeñas y grandes metas que me propuse, satisfice todos mis vicios y deseos, hasta los más oscuros y pervertidos. Pero sabía lo que hacía, tenía completo control de la situación. Cuando opté por comprar esta casa, por ayudarte con los escarabajos, por convertirme en un ermitaño, por pensare seriamente en el suicidio, sabía muy bien lo que estaba haciendo, lo que quería. No soy un borracho que culpe de su desgracia al resto de la humanidad o a la sociedad. Eso era lo que quería, desaparecer lentamente, convertirme en polvo día tras día… Pero ahora, ya no sé qué esperar de mañana. Y esa incertidumbre me incomoda, porque es primera vez en mi vida que no tengo control sobre lo que hago, ni siquiera sobre lo que siento. Es una sensación muy desagradable.

-Quizás eso te sirva, quizás así vuelvas a encontrar el equilibrio en tu vida. Quizás nos sirva a todos para saber de una vez por todas por qué estamos acá, cuál es nuestra misión…

-Esas son huevadas, Javier, por lo menos para mí. Hace unos días lo único que quería era matarme y ahora, lo único que tengo claro es que no quiero dejar solas ni a Catalina ni a Brenda. Pero una vez que todo se vuelva relativamente normal, no te quepa duda que regresaré a esta casa, me llenaré de cerveza y coca y criaré lombrices o arañas…

-Por lo menos te estás preocupando por alguien. Eso me parece un gran avance, Aníbal.

-Eso es una mierda. Son simples deseos de sobrevivir, de no ver morir a las pocas personas que aprecio o por las que siento un poco de cariño. Y yo no soy… yo no era así… No quiero ser así…

-Simplemente no te lo permites. Nunca te lo has permitido.

No quiero pensar más. No quiero pasar la noche en vela buscando razones, causas, motivos, enseñanzas, moralejas… Quiero volver a mi vida. Quizás con Brenda y Catalina, ¿por qué no?, pero quiero mi repulsiva vida de vuelta. Es por eso que recuerdo a Mendieta y el Magia Negra. Algo me dice que lo voy a encontrar ahí todavía. Mi primer impulso es tomar el auto y partir hacia el boliche para respirar un poco de aire viciado, tomarme unos tragos, escuchar esas viejas baladas calentonas de los ochenta mientras una mina de culo grotesco y tetas como mongolfieras baila sobre el escenario del fin del mundo, aplaudida por viejos desdentados, de ojos vítreos y manos esqueléticas, los últimos especimenes de una raza en inevitable y festiva extinción. La idea es tentadora.

-Voy a buscar cigarrillos. Diles a las chicas que no se preocupen, vuelvo en seguida.

Antes que Bárbara o Brenda bajen a decirme algo, ya voy llegando a la esquina para doblar y dirigirme al norte. La oscuridad no es impedimento para mi avance lento y doloroso. Quiero pensar que son los escarabajos de nuevo obligándome a hacer cosas que no quiero, pero sé que son mis ansias de autocomplacencia, el deseo inenarrable de mantener algo de realidad en una situación que no me pertenece, que no me agrada ni tengo muchas ganas de vivir. Es la última vez, lo sé. Es la última vez que tendré la posibilidad de ver el Magia Negra y empaparme de la atmósfera turbulenta, rancia, apestosa, tétrica, inmoral e infernal del boliche de Mendieta que sin embargo, acogió mis angustias, mis penas, mis escasas alegrías y sobre todo, lo poco que me queda de humanidad.

Estaciono frente al local. La puerta está entreabierta. Siento la pierna darme una señal de atención punzante. Enciendo la lamparilla que está sobre el retrovisor y por primera vez, le echo una mirada a la herida. La tela del pantalón tiene una abertura de cuatro centímetros, que con la oscuridad y el alboroto ni yo ni nadie había visto. Eso me hace imaginar una laceración pequeña y sin importancia, pero cuando observo a través del agujero, me llevó una preocupante sorpresa. La profundidad del corte es alarmante. Seguramente sangré por mucho rato después del choque, pero el pantalón absorbió el líquido y a la vez, lo camufló, convirtiéndolo en una delgada costra adherida a las paredes internas de la tela. Alrededor de la pequeña laceración con forma de vulva, la piel se haya hinchada y enrojecida, a excepción de los bordes de la herida que se han vuelto blancos, como si estuviesen pintados con tempera. Me imagino que eso debe ser grave, pero a estas alturas, da lo mismo. Acomodo el pantalón lo mejor posible para disimular el agujero en la tela y dejo atrás la calidez nebulosa del auto.

Me deslizo por el corto aunque abrasador pasillo que lleva al salón. Una vez que traspaso las gruesas cortinas de raso, descubro el local casi vacío, apenas iluminado por velas aromáticas. Avanzo con seguridad hacia la barra, donde los ojos enrojecidos y las sonrisas nostálgicas de Mendieta, el Humanoide, el Chupete y Alicia, me reciben.

-¿Lo de siempre?- ofrece Mendieta. Asiento. Él no demora en preparar un vodka tónica más cargado al licor que a la soda. Bajo la mitad del contenido de un único envión y me siento en casa otra vez, aunque sé que es un ilusión.

-¿Vas a esperar la decadencia del imperio de los hombres con nosotros?- susurra el Humanoide, encendiendo un cigarrillo.

-No. Tengo otras cosas que hacer.

Alicia se me acerca, felina. Por un momento creo que me va a abrazar, pero simplemente apoya sus brazos sobre la barra, junto a mí. El aroma de su piel me hipnotiza, pero sé que también es parte de la fantasía.

-Gracias- murmura, sin despegar la vista de la madera sucia del mesón. -Gracias por avisarme. No lo entendí en el momento, pero gracias de todas maneras.

No le digo nada. La observo a través del espejo en donde Mendieta acumula las botellas y su imagen parece desvanecerse, dejando aquel espacio convertido en sombras inquebrantables.

Termino mi trago. Saco unos billetes para pagarle a Mendieta, pero él no acepta el dinero. Sólo sonríe y mudo, me desea suerte. Definitivamente, lo perdí todo. Demoro mis pasos al salir, pero antes de traspasar la barrera de las cortinas que me separan del exterior, escucho la voz de Alicia llamarme.

-Aníbal… Un último baile…

En el mismo momento en que me doy vuelta, Alicia presiona “play” en la radio que tiene a un costado del escenario. David Coverdale se escucha un tanto añejo a través de los parlantes, pero eso no impide que Alicia se deslice sobre el entablado con la misma gracia ofidia de siempre… de antes… La observo danzar en elásticos movimientos que la llevan a quitarse la ropa con la misma sensualidad que me conquistó hace tanto tiempo, dejándose llevar por el ritmo cadencioso, llenando de vida el local. Creo ver los focos encendidos y escuchar las palmas batientes de cientos de clientes excitados, poseídos por los movimientos sinuosos de Alicia que termina por quitarse toda la ropa para apropiarse del caño endulzado por su propio sudor. La canción termina y ella se queda tendida en el piso, exhibiendo la hermosura sublime de su cuerpo. Los focos se apagan, los aplausos se desvanecen, la vida es carcomida otra vez por las dentelladas de los escarabajos que me esperan más allá de los muros del Magia Negra.

Me dejo caer sobre el sillón. Me cubro con la chaqueta que llevo puesta y apago la vela que Javier ha dejado encendida. Apenas puedo distinguir su silueta en la oscuridad segundos antes de cerrar los ojos por la fuerza pues parece que ellos no quieren hacerlo por cuenta propia. Utilizo el sonido de los insectos en el exterior como arrullo para dejarme llevar por el agotamiento hacia el descanso tan necesario pero tan inútil. No hago caso de la picazón constante y molesta de mi pierna, ni del dolor de la herida que probablemente se esté pudriendo. Mañana hablaré con Javier y veré que puedo hacer para curarla… Abro los ojos. Ha amanecido. Siento que no he dormido absolutamente nada. Me acerco a Javier para despertarlo. Quito la frazada que lo cubre para descubrir que su rostro ha sido devorado por los escarabajos que se refocilan entre las sobras aún sangrantes y refulgentes de su cráneo destrozado por millones de pequeñas mordidas.

-Despierta, Aníbal-. Es Catalina que me acaricia el rostro. Estoy transpirando. Javier está un poco más allá, echando comida en un bolso junto a Bárbara. Brenda no deja de traer cosas desde la cocina: galletas, jugos en sobre, tallarines, arroz, conservas… me levanto con adolorida lentitud. El sol ha salido hace rato. Se ve más brillante y grande que de costumbre y el cielo, más azul y prístino. Me cambio de ropa y engullo una lata de cerveza casi al seco antes de salir para guardar las maletas, seguido de Javier que ha dejado a Bárbara y Brenda preparando nuestras reservas de alimento. Me quedo sentado tras el volante, tratando de apagar el dolor que hace palpitar los músculos de mi pierna. Los demás suben e iniciamos el viaje hacia el norte, con cierta parsimonia, buscando quizás un sobreviviente entre tanto desastre relativamente ordenado, pues a pesar de los vehículos desparramados, la ausencia de gente y sonidos hace que el paisaje luzca como una fotografía. Extrañamente, no hay basura, ni cadáveres bubónicos y todo lo que nos rodea parece una escenografía. Me dejo llevar por la calma superficial del diaporama renovado por aires frescos y aromáticos que se deslizan por los árboles que parecen respirar aliviados, observando a los perros y los gatos correr libremente por las calles, a la las aves dueñas del cielo y de cada parque y plaza con que nos cruzamos, a los mismos escarabajos que se pasean por calles veredas y ruinas de casas y edificios con mucha más calma y premeditada lentitud, sabiéndose vencedores, amos y señores de la tierra que vuelve a nacer bajo sus pies, purificada por el caos.

El sol continúa su andar gordo sobre nuestras cabezas. Nos detenemos en una bencinera. Javier y yo bajamos. Él se queda echándole combustible al auto y yo voy en busca de lo que haya en el minimarket abandonado. Saco chicles, dulces, bebidas, cigarrillos, algunos emparedados que acumulo en la parte inferior de mi polera convertida en una diminuta bolsa… Regreso al auto.

-Podrías haber hecho eso ayer en la noche, cuando saliste- replica Brenda. La observo por el retrovisor. Sé que desea recriminarme porque sospecha cuál fue el real destino de mis pasos hace unas horas, pero rechazo la invitación a discutir con una sonrisa cansada.

Echo a andar el motor.

La Panamericana se ha convertido en un cementerio de vehículos desperdigados en las bermas y a veces, en medio de las pistas. Avanzamos a una velocidad razonable para no encontrarnos con ninguna sorpresa y con mayor precaución aún al descubrir vacas, cabras y conejos atravesando la vía sin ningún cuidado. No tienen porque hacerlo. No nos cruzamos con caminantes ni con otros vehículos en varias horas. No vemos ni un alma en Llay Llay ni tampoco en Calera. Sólo a algunos kilómetros de Los Vilos, obra el milagro. En dirección contraria, diviso otro automóvil, avanzando a toda velocidad. Me detengo en la berma y bajo para hacerles señas, con la esperanza de detenerlos. Javier y Brenda me siguen.

La camioneta se detiene a la misma altura nuestra, pero en la pista contraria. El conductor es un tipo de cuarenta años, transfigurado por la situación caótica que seguramente vivió en alguna ciudad de más al norte. Su mujer no luce mejor. Despeinada y con los ojos enrojecidos, parece agradecer haberse encontrado con otro ser humano después de quizás cuánto tiempo. Sus hijos duermen en el asiento de atrás, vencidos por el cansancio de la huida.

-Si va para Santiago, amigo, le recomiendo que tenga cuidado- sentencio.

-¿Por qué? ¿Qué pasó allá?- pregunta él, con voz quebrada.

-Me imagino que lo mismo que en otros lugares.

El tipo comienza a llorar y es poco lo que entiendo de su malograda aventura durante los últimos días. Vienen de Copiapó, en donde todo es un desastre. No se han encontrado con mucha gente en el camino, y los que han encontrado van al norte, y hay momentos en los que la psicosis obligada les hace pensar que son los últimos sobre el planeta…

-… y ahora vamos a Santiago a buscar a mi mamá… Por favor dígame que allá hay gente, que encontraron la forma de acabar con los escarabajos, por favor…

-No le puedo mentir, amigo. No es mucha la gente que queda viva allá, pero hay personas. De todas maneras, déjeme decirle que si a estas alturas del partido no están muertos, es porque los escarabajos ya les han perdonado la vida. Traten de no hacerles ningún daño a los bichos y les aseguro que pase lo que pase, no los tocarán.

Ella y él se quedan mirándome con los rostros convertidos en signos de interrogación.

-Créanlo. Lo peor ya pasó. Sólo tengan cuidado- interviene Javier. Ellos susurran un tibio “gracias” antes de echar a andar el auto de nuevo.

No puedo evitar un quejido ahogado al momento de subir. Javier me mira con el ceño fruncido, buscando una explicación. Ahogo el dolor encendiendo un cigarrillo, el filtro me permite mentir de mejor manera.

-Estoy agotado, nada más.

Abordamos la carretera otra vez, en silencio, apenas sintiéndonos vivos gracias al viento que rasga nuestra piel. El sol continúa su ciclo imperceptible y eterno, mientras Catalina es vencida por el agotamiento, el calor, la aburridora travesía signada por el asfalto y la ausencia de otros seres humanos.

A media tarde, llegamos a las cercanías de Totoralillo. El sol se refleja sobre el mar calmo, haciéndolo demasiado tentador, realzando la hendidura que da forma a la playa. No lo pienso demasiado y saco el auto de la carretera.

-¿Qué estás haciendo, huevón?- se queja Bárbara. Catalina despierta sobresaltada.

-Descansemos un poco, por lo menos a mí me hace falta.

-¿Cómo se te ocurre parar? ¿No ves que nos puede pasar algo?

-¿Qué nos va a pasar, Bárbara? No hay gente, con suerte hay animales y los escarabajos no nos han hecho nada… Ni siquiera sabemos a dónde vamos, ¿cuál es tu problema?

Bárbara se larga a llorar. Detengo el auto en el camino de tierra de colinda con la playa de aguas azules y tranquilas. Brenda la acoge en sus brazos, con el mismo instinto naturalmente maternal con que sus miradas y palabras me cobijaron. Javier baja. Busco palabras para consolar a Bárbara, pero no las encuentro.

-No sé qué vamos a hacer… Tengo tanto miedo, tantas dudas… Ahora ni siquiera estoy segura si salir de Santiago fue lo mejor… ¿Y si los escarabajos de otras partes no son amigos de Aníbal?... Por favor, prométanme que vamos a estar bien, que esto se acabará, que podremos volver a hacer una vida normal… Por favor…

Bárbara estalla otra vez en sollozos incontrolables. Brenda le acaricia la cabeza. Catalina, afectada por la situación, también desata el llanto. Mientras, Javier pasea cerca del mar, ajeno a lo que ocurre en el asiento trasero del carro. También quiero salir, dejar atrás esos maullidos atroces aunque justificados. No tengo respuestas. Probablemente los escarabajos las tengan. Quizás ellos son los que desean este viaje al norte, en busca de un nuevo Eldorado donde reposar nuestros huesos y dejar atrás el infierno, la muerte sin rastros y las fauces abiertas de la guerra perdida. Sin importar lo que diga, Bárbara no se sentirá mejor, así es que prefiero dejar que se desahogue y voy en busca de Javier.

-¿Qué te pasa, Aníbal?

-Nada, ¿por qué?

-Tu no estás bien…

-He pasado una semana bastante intranquila, compadre. No me pidas que tenga una mejor cara porque además, esta cara que tengo ahora es tu culpa. No me sigas jodiendo porque si no me veré obligado a matarte aquí mismo, mira que ganas no me faltan.

Javier sonríe y se queda mirando el océano. Yo también. Hacía muchos años que no visitaba la playa. Quizás desde mis tiempos en la agencia. En esa época, los negocios, simposios y encuentros me obligaban a viajar a Asia, Europa, Norteamérica… Las costas de Grecia eran mis favoritas, seguidas por las de México y Tailandia. Me encantaba quedarme tendido sobre la arena, bebiendo algo, preferentemente ron, durante largas horas, antes de sumergirme en las aguas que recuerdo pintadas de un profundo azul en Birmania, de color turquesa en Belice y relajantemente celestes en Francia.

El mar aquí en Chile es diferente. O lo era. Siempre me parecía rabioso, como si luchara consigo mismo para contener sus deseos de llegar hasta las faldas de la cordillera y arrasar con todo a su paso. A diferencia de lo que tengo frente a mis ojos en este momento, lo recuerdo encabritado, en constante movimiento, revuelto, ansioso. La brisa me hiela los brazos y las piernas, atenuando el dolor de la herida que todavía no quiero volver a mirar. Quizás un buen baño acabe con el dolor. Nadar unos minutos en dirección del horizonte, perderme buscando los resplandores áureos del sol en el fondo del mar que, más que nunca antes, luce tan pasivo y acogedor.

-Se nos va a hacer tarde y debemos encontrar un lugar dónde quedarnos- aconseja Javier, iniciando el regreso. Demoro un minuto en seguir sus pasos. Quiero… deseo quedarme tendido sobre la arena, esperar a que las estrellas aparezcan en el cielo y por fin, dormir, como hace años no lo hago. Pero regreso. Otra vez me pongo tras el volante y al poco rato, ya estamos otra vez en la ruta 5, enfilando rumbo hacia Coquimbo.

Llegamos a la ciudad cuando todavía queda algo de luz natural. No hay muchas casas en pie y el panorama de los vehículos desperdigados en todas partes se repite. Necesitamos encontrar un lugar seguro, tanto para esconder el carro como para nosotros. Doy varias vueltas por el centro de la ciudad, encontrándome sólo con escombros y tropas de escarabajos que deambulan buscando más alimento, más presas, más víctimas.

-¿Por qué mejor no seguimos de largo? Yo puedo manejar…- comenta Bárbara, con el temor esbozado en cada una de sus palabras.

-Sí, maneja tú. Vamos a ver cómo reaccionas si los bichos se cruzan por tu camino.

-Piensa en cómo reaccionarás tú si Bárbara tiene razón y los que se cruzan en tu camino no son tan amistosos como los que tenías en el sótano- recrimina Brenda.

Detengo el auto de improviso. A pesar de la perorata conciliadora de Javier, desciendo, ahogando nuevamente un grito de dolor atroz. Es en ese instante que siento la pierna ardiendo, como si estuviera sobre una parrilla dieciochera. Avanzo a duras penas por la calle hasta que una tropa de coleópteros de las más diversas especies, se cruza en mi camino. Disminuyen su marcha indómita y esquivan mis pies con elegancia, para continuar su recorrido.

-¿Eso aclara tus dudas?- le digo a Brenda, una vez de vuelta en el carro.

-¿Cómo sabías que no te harían nada?- pregunta, intrigada, Catalina.

-No lo sabía. Simplemente a Aníbal le da lo mismo si los escarabajos no lo cotizan o si lo devoran en medio de la noche- interviene Javier.

Enciendo un cigarrillo, mientras continúo mi avance hacia La Serena. Una cabañitas solariegas cerca del mar desvían mi atención. Me parece que es el lugar perfecto para pasar la noche y quizás, hasta para quedarnos unos días.

Llegamos con ruidoso escándalo. Si hay alguien ahí, será mejor saberlo de inmediato. Estacionamos el auto en medio de dos de las casas cuya techumbre artificial imita las construcciones de la Polinesia. Apuntamos las linternas en todas direcciones, buscando bichos (aún no sé por qué las mujeres insisten en eso) y cuando nos hallamos a nuestras anchas, bajamos. No bien hemos puesto nuestros pies en la arena, una pareja de ancianos asoma en el porche de una de las cabañas.

-Mira, Mariluz, todavía hay gente…

El anciano se emociona hasta las lágrimas. La mujer también. Brenda corre a abrazarlos, como si así fuese a consolarlos o a demostrarles que somos reales, que no están alucinando, que los milagros existen y que ya no están solos. Hasta a mí me parece una escena tierna, sin embargo, prefiero no encontrarme con sorpresas e irrumpo en la cabaña más cercana, justo en frente de la que cobija a los ancianos. La habitación parece libre de escarabajos, luce limpia y con camas suficientes para todos. Pretendo volver al exterior, pero me detengo. El calor infernal que atrofia mi pierna se me ha esparcido por todo el cuerpo. Doy un paso en falso. No alcanzo a ver el suelo con que mi cabeza se estrella.

Abro los ojos. La luz de una vela ilumina el rostro triste de Brenda, sentada a un costado de la cama, sosteniendo un paño frío sobre mi frente. Sus ojos denotan llanto desconsolado y sus manos tiemblan infantiles.

-Nos asustaste- susurra.

Catalina me abraza fuertemente. A los pies de la cama veo a Bárbara y Javier. Sus rostros han caído en una extraña y oscura expresión de marcha fúnebre.

-Vamos a ir a La Serena a buscar medicamentos- dice Javier mientras se acerca.

-Un par de aspirinas bastará, compadre- río.

-No esta vez. La herida en tu pierna… está infectada. Tienes gangrena, Aníbal, y si no la tratamos pronto con antibióticos, corres el riesgo de morir.

-Por qué eso no me sorprende- respondo, sintiendo otra vez el fuego de la infección escarbando los músculos de mi extremidad.

-¿Por qué no dijiste nada, huevón?

-Qué se yo… Quizás por lo mismo que no me avisaste que te ibas a Argentina para arrancar de los matones de la Farmacéutica…

-No despertaste de buen humor, al parecer.

-Hagan lo que deban hacer. Yo no me moveré de aquí. Quizás esto me sirva para descansar de una vez por todas.

-No sé si pueda conducir, Javier- solloza Bárbara.

-Lamentablemente, no nos queda otra opción.

Bárbara se muerde los labios con nerviosismo. Me mira. Mira a Javier. Mira a Brenda y a Catalina, buscando una respuesta, alguna señal de la cual aferrarse para tomar una decisión que se acomode a sus miedos. Me parece que soy el único que no quiere obligarla a partir, pero ella no hace caso de mis mensajes subliminales. Toma una chaqueta y parte, seguida de Javier

Catalina me acaricia la cabeza, mientras da vuelta el paño húmedo. Me levanto un par de centímetros para apoyarme sobre la cabecera y no parecer desahuciado. A los pies de la cama, junto a Brenda, hay una palangana con agua y paños que luego identifico como pedazos de alguna polera. Quiero evitar su mirada, pero me es imposible.

-Eres un imbécil, Aníbal. Sabes cuáles son las decisiones correctas, siempre has sabido qué hacer en cada momento y siempre, invariablemente, haces lo incorrecto… ¿Por qué mierda eres así, Aníbal?

-No lo sé. Si tuviera respuestas, de seguro no estaría aquí. No pensé que el dolor de la pierna fuera tan grave. Tuvimos un accidente, uno queda adolorido, medio muerto. Qué podía saber…

-No me refiero a eso solamente, me refiero a toda tu vida, huevón. Has hecho todo lo posible por convertirla en una mierda… Y no te das cuenta que hay gente que te quiere y te necesita…

Se queda mirándome con maternal emoción. Catalina continúa acariciándome levemente. No puedo evitar pensar en que formo parte de una familia y la idea me hace hervir la cabeza. Cierro los ojos sólo para excavar en el dolor de la pierna.

-Es una herida horrible- comenta Brenda, soterradamente antes de cambiar el paño. Percibo que las caricias de Catalina se hacen cada vez más espaciadas. Brenda también, así es que le ordena ocupar otra de las camas de la habitación para dormir.

-… No sabemos cuán largo será el viaje mañana, hija- le dice con ternura. La pequeña asiente con los ojos apenas abiertos. A los pocos minutos, duerme profundamente. Brenda reemplaza el paño húmedo.

-Si te llega a pasar algo, te voy a patear, Aníbal Gaete- amenaza Brenda. Sonrío. Hace mucho tiempo que una mujer no me llama por mi nombre y apellido. Mi madre hacía eso cuando alguna de mis aventuras la sacaba de quicio. Ni siquiera sé si está muerta o no. Quizás los escarabajos acabaron con ella, como tantos otros. La vista se me nubla. Espero que no sean lágrimas de cocodrilo arrepentido. Brenda se acerca lentamente y posa sus labios sobre los míos con ternura, como si aquello fuese una despedida. Respondo con pasión, rodeándola con mis brazos y en ese momento, en ese preciso momento, siento que un millón de emociones y sentimientos rompen las cadenas oxidadas que los habían relegado a los rincones más olvidados, lúgubres y pantanosos de mi ser.

No hay comentarios.: