lunes, 3 de noviembre de 2008

EL BUEN ESCARABAJO (Capítulo 4)

MIERCOLES
Triste despertar de una agonía
Con lágrimas saludo el nuevo día
Y un dolor naciendo en lo profundo
Me empuja hacia el abismo en que me hundo
SERENATA EXTRAVAGANTE. LOS CANARIOS

-¿Qué haces aquí?- me pregunta Alicia, con una sonrisa malvada plasmada en el rostro transpirado y cubierto de brillo artificial, al verme al pie de la escalinata que la lleva otra vez al nivel de los mortales.

-Necesito conversar contigo.

-No estoy para huevadas a esta hora, Aníbal, y menos contigo. Si quieres llámame más tarde y conversamos.

-No, Alicia. Tiene que ser ahora y créeme que no se trata de nada de lo que ha pasado entre nosotros.

Alicia que queda mirando mi rostro machacado y la expresión que ni siquiera yo puedo adivinar dibujada en él. Me toma de una mano y me lleva a uno de los privados. De hecho, al privado que ella casi siempre utiliza, el mismo donde tuvimos sexo por primera vez. El mismo donde muchos otros tuvieron sexo por primera vez con ella.

-Te doy cinco minutos, Aníbal- replica con energía, luego de cerrar la puerta corredera.

-Por lo que veo, será un día muy ocupado, así es que no tengo tiempo qué perder.

-Está bien- mascullo, encendiendo un cigarrillo. -Lo único que quiero decirte es que tienes que dejar Santiago, tienes que irte a un lugar lejos de cualquier ciudad grande, en lo posible, en medio del desierto, aunque supongo que ellos también llegarán allá, pero no importa. Debes irte lo antes posible. Por favor, prométeme que lo harás.

-¿De qué estás hablando, imbécil? ¿Crees que me voy a ir por culpa de otra de tus crisis de droga? Por favor, Aníbal, ya hemos pasado por esto y sabes que no voy a dejar mi trabajo… ¿Eso era lo que tenías que decirme?...

-No, Alicia, no entiendes. Los escarabajos van a arrasar con todo, incluyéndonos a nosotros. Tienes que cuidarte y para eso, lo mejor será que te vayas de aquí.

-Yo sabía que la coca iba a terminar por joderte la mente. Me da mucha pena porque eres un buen hombre, Aníbal…

-No son las drogas, Alicia. Es la verdad, es lo que está pasando. No te puedo contar con detalles todo lo que hacía en la casa con Javier y sus experimentos, pero tienes que creerme. Esto va más allá de lo que puedo comprender o controlar y si alguna vez lo que tuvimos juntos te importó, por favor, hazme caso y ándate de la ciudad.

-Lo que alguna vez tuvimos si me importó, Aníbal, pero no por eso voy a hacer caso de tus locuras. Te pido por favor que me dejes tranquila y que no vuelvas a dirigirte a mí. Esto tiene que terminar.

-Está bien. Estoy de acuerdo- le digo, acercándome a la puerta corredera. -Por lo menos cumplí con advertírtelo…

Antes de irme volteo por última vez, para verla de pie en el privado todo alfombrado de azul y gris, tan altiva como siempre, iluminada por coloridas luces de bajo voltaje que me recuerdan mucho las de los terrarios. No puedo partir sin una despedida.

-Creo que te amé. En algún momento te amé y hubiera sido fantástico que ese instante se hubiese prolongado por más tiempo y más aún, que hubieras sentido lo mismo. De todas maneras, fue muy bueno mientras duró.

Me sumerjo una vez más en la atmósfera sugerente e irreal del Magia Negra. Busco a Brenda. Ella también me busca. Nos encontramos a un costado de la barra.

-Ven conmigo- le digo, tomándole la mano. Ella me rechaza y como respuesta, me abofetea con inusual fuerza. En su rostro veo rabia y dos lágrimas que corren paralelas, casi como estalactitas sobre sus mejillas enrojecidas. Creo saber el origen de su furia, pero no tengo tiempo ni deseos de discutir en ese instante. La dejo envuelta en sus propias dudas e inseguridades, sabiendo que puedo regresar más tarde por ella y explicarle lo ocurrido. Por ahora, tomo el auto y parto en dirección a mi casa o por lo menos a la que era mi casa hasta que los escarabajos se la tomaron por la fuerza.

Una rápida mirada me basta para saber que ya se han apoderado de la sala. Están sobre los sillones y dentro de ellos, se pasean a sus anchas por la alfombra sucia y sobre las baldosas ennegrecidas por la suciedad y mis propios e infinitos pasos. Me detengo en el umbral y me quedo observándolos por unos momentos. Varios xilófagos preparan sus nidos en la madera de los muebles y estoy seguro que si observo sus acciones con mayor detención y en detalle, podré descubrir sus larvas en las entrañas de cada sillón y de la mesa de centro. Su trajín es apenas interrumpido por mi presencia que parecen saludar al voltear sus pequeñas cabezas y agitar las mandíbulas portentosas. Como parecen no tener intención de atacarme, avanzo cuidando no hacerles daño y lentamente me dirijo al subterráneo. Ya no quedan restos de los cadáveres de los matones. Sólo sus armas y los cargadores. Tomo una de las pistolas y las peinetas que encuentro esparcidas en el piso antes de dirigirme a la cocina en busca de algunas latas de cerveza. En seguida, me dirijo al segundo piso. Cojo algo de ropa y mis documentos. Meto todo, incluyendo las cervezas, en una mochila vieja que encuentro en el fondo del armario. No sé por qué, pero también voy en busca de los cuadernos con las anotaciones de Javier. Quizás ahí haya algunas respuestas a todo lo que está ocurriendo.

Nunca ha dejado de impresionarme el orden sacerdotal de la habitación de Javier. La cama perfectamente estirada y limpia, la alfombra sin una sola pelusa o mancha que macule sus patrones curvos en diferentes tonos de café. Las paredes absolutamente blancas y los estantes de su armario en perfecto orden, su ropa, sus cuadernillos, sus zapatos, sus libros de medicina y entomología… Sólo algunos escarabajos paseándose indecisos sobre las cortinas o el piso convierten el lugar en una bizarra simulación de sepulcro egipcio y me hacen recordar que aquella situación está lejos de la normalidad o por lo menos, de la rutina a la que estaba borrachamente acostumbrado. La cantidad de librillos es tan grande que opto por buscar los más recientes, pero no los encuentro. Confundido, reviso los volúmenes que tengo frente a mí para descubrir que a pesar de superficial orden en que se encuentran, hay varios tomos que han desaparecido, algunos de hace seis años, otros más recientes, al azar, como si alguien los hubiera sacado jugando una extraña ruleta o bien, sabiendo claramente lo que buscaba y en qué volumen se encontraba la información que necesitaba.

Dejo el bolso a un lado. Amartillo el arma y silenciosamente desciendo una vez más al subterráneo. Trato de no pisar ninguno de los escarabajos que invaden el suelo frío, pero hasta ellos mismos parecen abrirme paso mientras avanzo hacia el laboratorio, empuñando el arma, dispuesto a enfrentar cualquier sorpresa, pero la puerta permanece cerrada. No muy convencido, trato de forzarla con el peso de mi cuerpo. Pienso en buscar una copia de la llave (Javier debe tener una en su habitación), pero desisto casi de inmediato. Debo volver donde Bárbara y pensar dónde diablos podemos refugiarnos para dejar atrás este pequeño infierno condenado por élitros rígidos como rocas y tarsos en infinito, veloz y febril movimiento.

Mientras avanzo por las calles de la ciudad, cada vez más oscura y extrañamente silenciosa, me pregunto si la Corporación habrá buscado respuestas en las anotaciones de Javier, si en su constante y concentrado seguimiento de cada experimento, los espías y matones de Kingdom Pharmaceuticals darán con una solución a la invasión desatada de los coleópteros que parecen haberse tomado el reino de los humanos que, desprevenidos, no tuvieron otra opción que replegarse en el interior de sus modernas cavernas, indefensos y atemorizados, cercados por bichos que hasta unas horas no eran más que una molesta plaga de jardín.

Irarrázabal está convertida en un caos de vehículos que pugnan desesperados por llegar a una salida. Sé que por ahí no llegaré a ninguna parte, así es que vuelvo sobre mis ruedas y enfilo rumbo al sur por calles menos concurridas, buscando llegar pronto a casa de Bárbara, allá, en medio de un barrio bravo que probablemente se ha tornado mucho más peligroso y anárquico de los que comúnmente es con esto del ataque de los escarabajos. Quedan pocos sectores iluminados, por lo que debo andar con mucho cuidado, a pesar de mi prisa. Personas cruzan corriendo las calles sorpresivamente, no sé si huyendo de los escarabajos convertidos en horribles monstruos o si se trata de simples saqueadores. Los autos ya no respetan las señales de tránsito y emergen de improviso por calles perpendiculares, para perderse a toda velocidad en el otro extremo. Creo escuchar gritos de dolor y pánico provenientes de las casas a oscuras, pero acelero el motor del Chevette para que la imaginación o peor aún, la realidad, no me saquen de la escasa cordura sobre la que me equilibro con algunos tragos de cerveza.

De pronto pienso en Brenda. Debería ir a buscarla, sacarla a al fuerza del Magia Negra y llevármela a la casa de Bárbara, pero ya es muy tarde para dar media vuelta. La idea sigue aplastándome la cabeza, así es que detengo el auto. No es una decisión cualquiera. Me echo un par de rayas a la nariz y continúo pensándolo con suma detención. Pretendo no comprender qué razones me obligan a regresar por ella, así es que las anulo de mis cavilaciones mientras la noche se me hace más oscura que nunca antes en mi vida. Sé que la lógica me indica seguir el camino, refugiarme en la fortaleza de Bárbara y esperar que la catástrofe se diluya en el tiempo o la llegada de los escarabajos hambrientos contra los que no podré combatir. Pero la idea de dejar a Brenda a su suerte, consumida por una probable tormenta de bichos que se resarcirán con la carne lechosa de su cuerpo bendecido, me asquea terriblemente. Entonces, echo a andar el motor nuevamente y enfilo rumbo al norte, en busca del boliche de Mendieta.

Aún me sorprende el ambiente del Magia Negra. Nada interrumpe la música, el baile descarnado, las corridas de trago, el juego triste de luces que deforman el escenario y el cuerpo de la chica que enseña sin mediación su culo pálido y redondo. Me deslizo entre las mesas en busca de Brenda, buscándola en cada rostro, en cada par de piernas con que mis ojos un tanto confundidos, se cruzan al azar. No la encuentro. Debe estar con algún cliente en los privados. Inquieto y angustiado, me quedo cerca del acceso a las pequeñas habitaciones apostadas tras el escenario. Me fumo un par de cigarrillos antes que Brenda aparezca, un tanto despeinada y con el maquillaje algo derretido, acompañada por un tipo de escasa estatura, fornido, cejijunto y de labios como bananas. La tomo de un brazo, pero ella se resiste. Me mira con rabia y rechazo. Entonces, el tipo que viene con ella interviene, plantándose en el medio, empujándome con ambas manos.

-¿Qué te pasa con la mina, huevón?- espeta con voz oscura.

-Nada. Sólo necesito hablar con ella- atino a responder, intentando ser conciliatorio.

-Parece que ya te sacaron la cresta por gil- ríe en mi cara, burlándose de las laceraciones que la decoran como árbol navideño.

-Mira, lo único que quiero es hablar con ella un minuto, nada más-. Percibo movimiento a mi alrededor. Cinco hombres me han rodeado subrepticiamente, en silencio monacal, aunque se mantienen observantes. Brenda percibe la situación incómoda en que me encuentro y me toma un brazo para llevarme a otro sector del boliche, no sin antes pedirle al pigmeo molesto que la espere.

-¿Qué pasa ahora, Aníbal?

-Tenemos que irnos ahora, Brenda. Ni siquiera te imaginas lo que está ocurriendo y de verdad necesitaré tiempo para explicártelo. Pero para eso, tienes que irte conmigo ahora, por favor.

Entre mis ojos y labios hinchados, los hematomas y las laceraciones, Brenda parece advertir mi sincera preocupación. La expresión de su rostro cambia totalmente antes de volver a hablar, con aquel tono de voz afable y confidente de nuestras conversaciones en su departamento.

-Voy a buscar mis cosas… Le diré a Mendieta que me vas a pagar por una hora en tu casa, ¿está bien?

Asiento con alivio. La veo dirigirse al pequeño camerino que está tras la barra, conversar con Mendieta y luego, regresar a mí, pero el enano aniñado la detiene con brusquedad. Alertado y antes que sus cinco amigotes reaccionen, doy un par de zancadas atléticas para arrancarle a Brenda de los brazos mientras con la otra mano, lo golpeo en el rostro antes de iniciar la fuga veloz, entre sombras y gritos de alarma. Miro hacia atrás para asegurarme que Brenda siga mi ritmo, y es ahí cuando veo al Chupete arrojar hábilmente la pesada bandeja que utiliza todas las noches como si fuera un frisbee que golpea la cabeza del primer matón que está a punto de alcanzar a Brenda, derribándolo, haciendo que los hombres que vienen tras él también tropiecen y caigan en cadena.

Salimos del Magia Negra a toda velocidad, sin volver a mirar atrás y aunque Brenda trastabilla varias veces, logramos llegar al auto. Abro la puerta del conductor y prácticamente arrojo a Brenda al interior como si fuera un bulto, para luego sentarme y echar a andar el motor tan rápido como mis manos temblorosas lo permiten. Enfilamos rumbo al oeste y doblamos hacia el sur por la primera calle que encontramos.

-¿Qué mierda te pasa, Aníbal?- grita ella, sin dejar de golpearme el brazo derecho. Casi no siento su voz ni sus débiles puñetazos. Estoy más preocupado por realizar un circuito complejo, pero sin perder el rumbo, para evitar una posible persecución y llegar lo antes posible a la casa de Bárbara. Ya habrá tiempo para explicarle a Brenda lo que ocurre.

-¡Contéstame, huevón!- aúlla ella y siento sus uñas hundirse en la piel de mi mano. Detengo el auto y la encaro.

-Te lo voy a contar todo, Brenda, pero por ahora lo único que quiero es llegar a casa de Bárbara. La ciudad es un caos y no quiero darme el lujo de perder más tiempo. Confía en mí.

Me mira con lágrimas en los ojos y luego, se cruza de brazos, con la vista fija en el parabrisas. Echo a andar el auto de nuevo y continúo mi avance hacia el sur. A poco andar, el rostro de Brenda comienza a transformarse. Las calles a oscuras, carreras distantes de autos, sombras temerosas corriendo por las calles, la alertan.

-¿Qué pasa, Aníbal?

No respondo. Me concentro en el camino, en el asfalto que apenas puedo distinguir, en las sombras que me acechan flagrantemente vivas y burlescas, en los peatones huidizos que se deslizan como ofidios por las veredas o con las espaldas pegadas a los muros de las casas cuyas ventanas se han convertido en muertas cuencas vacías.

-Son los escarabajos- susurro, por fin, como si hubiese luchado por tragarme las palabras.

-¿Tus escarabajos?

-No lo sé… No sé si son mis escarabajos o todos los escarabajos del mundo confabulados, pero sí sé que de un modo u otro tengo algo que ver en todo esto.

Avenida Grecia es un caos de automóviles que se mueven en todas direcciones, sin respetar señalizaciones ni el tránsito establecido. Mi escasa pericia como conductor al enfrentarme a este tipo de situación, muy inusual por lo demás, me deja estancado en la boca de la calle por largos minutos hasta que por fin, logro superar el escollo signado por vehículos de todos los tipos que se deslizan en desorden, pero aún así, a toda carrera. Regresamos a las calles oscuras y estrechas de Macul, esperando evitar la mayor cantidad de tacos y contratiempos posibles. Nada es seguro afuera y nada me da seguridad aquí adentro, en instantes en que no dejo de pensar en la aparición de algún monstruoso vehículo híbrido de ruedas inmensas como montañas y bramador rugiente, que pasara sobre nosotros, aplastándonos como insectos. Las fachadas de las casas se hacen más estrechas y difusas; sus ventanas, más monstruosas e infames. Nuestro avance, imaginariamente lento, como si el asfalto estuviese derritiendo nuestros neumáticos. Sé que es la angustia la que me está jugando una mala pasada. También sé que me quedan varias calles concurridas por superar, aunque mi preocupación se centra en Departamental. El caos ahí debe ser igual o mayor que en Avenida Grecia. De pronto, casi al llegar a una esquina, otro auto dobla sorpresivamente. No puedo evitarlo y el choque frontal lo veo en cámara lenta, como en una mala película de acción. Incluso, veo la cabeza del otro chofer chocar pausadamente con el parabrisas y a su familia ir hacia delante y atrás en coreográfica contorsión. Escucho los fierros retorcerse como si se tratara de una breve sinfonía concreta y cuando aquella extraordinaria representación parece llegar a su gran final, todo desemboca en silencio y quietud fúnebre.

Brenda está bien. Un tanto confundida, pero no veo señales de heridas superficiales en sus brazos, piernas y cabeza. Trato de abrir la puerta. Es en ese momento que percibo un paralizante dolor en mi pierna derecha. Aún así, contengo el quejido. Con bastante esfuerzo, logro salir y voy en busca de Brenda que si bien no ha sufrido heridas, está en estado de shock, y no deja de mirar al tipo que conducía el otro vehículo, inconciente aún detrás del volante, con la cabeza ensangrentada, remecido por los brazos y las lágrimas desesperadas de su esposa. No me detengo a mirar. Mi objetivo es otro y aunque el llanto y los alaridos de los niños aún en el interior del vehículo, testigos anulados del desangramiento paterno, me llama por algunos segundos, continúo tironeando a Brenda para que avance tan rápido como pueda.

Arribamos a Quilín, casi desfallecientes. Sé que ella necesita un descanso y yo, descubrir qué diablos me pasó en la pierna, pero tengo miedo de detenerme, más aún cuando tropas uniformes de escarabajos de diversas especies comienzan a cruzarse en nuestro camino, asimilando veloces y fugaces cauces en feroz movimiento que espantan a cualquier otro ser vivo que se atraviesa en sus caminos. Atemorizados, nos detenemos para observar su silencioso paso y aunque me niego a creerlo, estoy seguro que algunos de ellos se detienen, me observan brevemente y continúan su camino acelerado. Quizás es el efecto de la abstinencia o la oscuridad reinante que me está jugando una mala pasada, pero percibo en Brenda similar asombro. De todas formas, no es mi mayor preocupación por el momento. Busco desesperadamente un auto que pueda robar para continuar nuestro camino y por supuesto, para protegernos pues el ambiente se torna cada vez más temible e inseguro. A la distancia, veo turbas que combaten el pánico armándose con palos, armas y antorchas, vagando por las calles, buscando culpables donde no los hay. Algunos autos pasan a toda velocidad por la calle, buscando una salida inexistente de la ciudad sitiada por coleópteros y temores antes ocultos, ahora a flor de piel. Intentando pasar inadvertidos, nos deslizamos por la vereda norte, buscando refugio en las sombras de fachadas inermes y árboles crujientes, devorados rápidamente por los escarabajos que nos acechan. Ya puedo ver Vicuña Mackenna, atiborrada de autos en eterno estancamiento, entre bocinazos parasomnes, gritos desquiciados, gemidos inconsolables. Traspasamos las sucesivas barreras de vehículos, sin responder a preguntas ni hacer caso de advertencias, buscando llegar pronto a Valdovinos y de ahí, a calles y pasajes donde espero dar con un carro que nos lleve rápidamente al único lugar que nos va quedando, la casa de Bárbara. Unos muchachos armados con palos, teas y cuchillos se cruzan en nuestro camino. Nos piden dinero, nos piden que paguemos por su inútil protección. No respondemos. Nos siguen con actitud amenazante, alterados por la locura que nos rodea, que se ha apoderado de ellos en lo que imagino, es la oportunidad perfecta de sacar algo de provecho mientras el caos reina. No soporto más la situación y volteo, amenazándolos con la pistola, a pesar de la súplica lacrimosa de Brenda que pugna por arrastrarme hacia las tinieblas en donde cree, nos perderemos. Sé que esa no será solución. Sé que sus ojos hambrientos ven más allá de la oscuridad. Lo veo en sus rostros. Veo las ansias apócrifas de lucha, de sangre, de miedo y de catarsis angustiada. Veo en sus manos engrifadas la sed de cualquier placebo que extermine el pánico y a los escarabajos criminales que han asolado sus territorios absueltos de extremaunción. El temor al negro acerado de mi arma no los contiene, pues continúan acercándose amenazantes, empuñado sus armas paleolíticas, enjaezados por un muchacho moreno y alto cuyo valor choro les sirve como estandarte para seguir avanzando, mientras con mi otro brazo, protejo a Brenda tras mi espalda congelada, seca, engrifada. No hay tiempo para dudar. Disparo dos veces seguidas, dando en medio del pecho del líder antes que caiga al suelo, despaturrado como una marioneta arrojada al interior del armario. Los otros corren entre insultos creativos, coa ininteligible y promesas de una muerte pronta y segura. Tomo a Brenda de la mano y la arrastro calle abajo, sin fijarme en que el asombro, el asco y la inseguridad se han apoderado de ella.

Un brazo que surge entre las rejas de un jardín, intenta detenerme. Me vuelvo furioso, empuñando una vez más la pistola.

-Venga, venga- susurra una voz desgastada, gangrenosa, ultraterrena. Entre las ramas secas de los arbustos y el hierro oxidado de la reja, logro divisar a un anciano de aspecto descuidado, extremadamente delgado, con la espalda convertida en un arco tísico y los brazos largos y canijos, como los del esqueleto de un orangután. Con su mano huesuda nos invita a seguirlo al interior de la casa, pero permanezco inmóvil, conteniendo así también a Brenda.

-Venga, hijo, que ellos van a volver y la pistola no le servirá de nada.

El viejo cierra la puerta tras nosotros. La atmósfera mezcla un profundo e hiriente aroma a naftalina con el de la muerte cercana, como si algo muy dulce estuviese pudriéndose con premeditada lentitud y delicadeza señorial. No tarda en encender una vela que instala en una palmatoria de bronce sobre una mesa que, me imagino, debe hacer las veces de comedor cuando el anciano almuerza o cena en absoluta y monástica soledad.

-Hay que quedarse calladitos, para que no nos escuchen cuando pasen por aquí.

-No creo que los pendejos sepan que estamos aquí- acoto.

-No me refiero a los muchachos. Hablo de los escarabajos. Ellos escuchan hasta nuestra respiración y así saben dónde estamos, qué estamos haciendo, cuántas personas hay en una pieza… y cuándo atacar…

Le creo, simplemente porque ya no sé qué pensar de los escarabajos. Observo a Brenda, mientras el anciano nos sirve dos vasos de agua. Sus ojos están perdidos en la llama queda de la vela distante ¿Cómo explicarle que lo que hice era necesario?...

Escuchamos gritos de inconcebible dolor. Provienen de cerca, quizás unas casas más al sur. Son alaridos espantosos y casi inhumanos que se expanden por la calle, por los hogares vecinos, que se convierten en alfileres aguzados clavándose en nuestros oídos. Brenda colapsa y comienza a gemir. Me acerco a ella con la intención de consolarla.

-No te acerques a mí, Aníbal- ordena, entre sollozos. Vuelvo al sillón. Al poco rato, los gritos se apagan secamente.

-Señorita, si el caballero no hubiera disparado, los chiquillos esos ya los hubiesen matado. Se lo digo, porque ya los he visto hacerlo.

Brenda parece no escuchar al anciano. Permanece con la vista fija en la sinuosa e insegura llama del cirio enteco, buscando respuestas, motivos, causas… a todo lo que está ocurriendo y que nos ha llevado a este punto incómodo, infértil, casi inanimado e incierto, absurdamente incierto… Escucho nuevos gritos y carreras que pasan por la vereda. Creo reconocer la voz de uno de los cumas que quiso atacarnos hace un par de horas, aunque dudo de todos mis sentidos. Incluso, es muy probable que esto sea parte del sueño que tuve en la casa de Bárbara, un sueño que aún no termina, que sigue su curso para mostrarme un futuro alternativo y oscuro, donde puedo verme reflejado en el esqueleto informe que es este viejo que, silencioso y demasiado seguro de sí mismo, nos observa con inexpugnable detención.

-Es hora de irnos- asevero, levantándome de improviso, antes de ser devorado por las pupilas vítreas del anciano.

-No, m’ijo, todavía no. Espere a que amanezca. Es un mucho más seguro.

-Así como están las cosas, dudo que se más seguro de día o de noche- repongo.

-Yo quiero quedarme. Necesito descansar- interviene Brenda, despertando de su nebulosa ensoñación.

-Le presto mi pieza, señorita- recomienda el viejo.

-No, gracias. Preferiría dormir aquí. Tengo demasiado miedo como para estar sola.

El anciano sonríe medio desdentado antes de internarse en las tinieblas de la casa, en busca de una cubierta para Brenda. Aprovecho la ocasión para echar una mirada a mi alrededor y descubrir la tradicional colección de recuerdos de anciano solitario: fotos en sepia ampliadas de sus antecesores, enmarcadas en rigurosa imitación de bronce bruñido, pequeños marcos plásticos de promoción de revelado atiborrados sobre cada mueble, con instantáneas de los hijos, nietos, sobrinos y parientes varios que ya no van a visitarlo; muebles hechizos sostenidos por la fuerza inconmensurable de la trabajólicas polillas, chichería barata en estantes a mal traer, incontables cajas y frascos de medicamentos apiladas en un estante que alguna vez fue elegante, muebles desgastados, abrasados por el fuego del tiempo que quema todo tan invisible como inevitablemente. Y sobre la mesa, junto a la vela, un marco finamente labrado, conteniendo la foto de una mujer de singular belleza, elegantemente retratada en blanco y negro por un fotógrafo que ya tiene que estar muerto…

Me quedo mirando a la mujer. Sus bellos aunque desilusionados ojos me recuerdan los de Alicia. Vago a través de ellos buscando saber qué estará haciendo en este preciso instante…

-Es… Era mi esposa- susurra el viejo, indicándome a Brenda que se ha quedado dormida en el sillón.

-Era hermosa- repongo también en voz baja.

-Una gran compañera y una gran madre. Lamentablemente, el Señor se la llevó de mi lado hace quince años.

-Así es la vida… Así es la muerte…

-Sí. Así es. Todos tenemos nuestro tiempo y las dos cosas, caballero, no van por separado. La muerte es parte de la vida desde el momento en que nacemos y es sólo una cuestión de cómo vamos a morir, el cuándo no importa. Lo que sí importa, es lo que hacemos mientras estamos aquí.

-Eso también da lo mismo, señor. Todos quienes creen en algún dios optan por pensar que la próxima vida será mejor que esta, así es que no creo que la diferencia sea demasiada.

-No se trata de eso. Ni siquiera se trata de Dios o de todas las manifestaciones que queramos darle para nuestro beneficio. Se trata de uno mismo. Es una cuestión de esperanza, no de religión.

-No voy a discutir eso a esta hora, anciano. Lo único que quiero ahora es que amanezca pronto e irme de acá.

-Lo sé. Usted no es de los que aceptan tan fácilmente un cambio en la vida. Yo tampoco lo soy. El tiempo a uno lo vuelve rígido y porfiado y se niega a aceptar la flexibilidad de los nuevos tiempos. Pero, vaya, cuando ocurre algo como esto, pucha que uno se cuestiona todo lo que cree, todo lo que es, todo lo que ha hecho y todo lo que pretendía hacer más adelante.

Ni siquiera lo miro. Cierro mis oídos forzadamente tratando de evitar sus palabras, pero no puedo. Quedan dando vueltas en mi cabeza mientras voy en busca de la mochila por una lata de cerveza y algo de coca. Me da lo mismo lo que el viejo piensa o diga. Le paso una lata que acepta con elegancia discreta y luego, tomo una de las fotos. Hago un par de rayas sobre el vidrio poroso y me las tiro en cosa de segundos para luego limpiarla con la manga de mi chaqueta y dejar el marco donde estaba. El viejo no dice nada. Me mira con una sonrisa resignada y le da un par de tragos a la cerveza segundos antes que una tropa de Scarabaeinae, de inusual tamaño, se cuelen por debajo de la puerta de calle. Ambos, azorados, nos quedamos mirando su avance un tanto inseguro por la piso de la sala. Parecen oliscar el aire, levantando sus mandíbulas demasiado desarrolladas, dirigiéndolas en todas direcciones. Deben ser una centena realizando el mismo gesto explorador. Luego, se concentran en el viejo y en mí, como si quisieran reconocernos y en seguida, se retiran en ordenado batallón por la misma ranura escueta por la cual han arribado. Capto en el anciano cierta desilusión lastimera por aquella partida, pero no digo nada. Me siento en el sillón que he ocupado durante ese pedazo de noche y enciendo un cigarrillo. El anciano le da un par de sorbos más a la cerveza antes de quedarse mirando la foto de su esposa con fijación nostálgica, un tanto amarga, pero aún así, comprometida y enternecida por las circunstancias surrealistas que nos envuelven como una interminable carcajada demoniaca.

-Ya está amaneciendo- murmura el viejo, luego de un rato, quizás minutos, quizás horas. Me acerco a Brenda y trato de despertarla con ternura. Ella comienza a desperezarse lentamente hasta quedarse mirándome con una indefinida expresión que mezcla el odio, la compasión y la ternura maternal.

-Muchas gracias por todo, don…

-Mi nombre no importa, caballero. Vayan con Dios y tengan la esperanza que todo esto ya va a pasar- me responde el anciano mientras Brenda lo abraza con sincero cariño.

-Venga con nosotros- invita ella, sin dejar de mirarme, buscando una afirmación que no puedo darle.

-No, hija. A estas alturas sólo quiero esperar. Pase lo que pase, voy a estar bien. No se preocupe.

Ella busca la insistencia en mí, pero no se la doy. No por egoísmo. Veo en el rostro del viejo la necesidad irrenunciable de esperar lo inevitable. Le echo una mirada a las fotos que tiene repartidas por todos los rincones de la sala y sólo tiendo a imaginar que ha llegado a la última encrucijada de su vida, aquella en la que no tomas decisiones, si no que simplemente esperas que algún poder superior te indique cuál es el próximo paso. Tomo a Brenda de la mano y la llevo suavemente hacia la calle. Ella no dice nada. Parece que ha percibido en el anciano aquella necesidad de enfrentare solo a la muerte… o a lo que venga. Bajamos por los pasajes que se desprenden de Valdovinos hacia el sur. Casi al llegar a Pedro Alarcón, encuentro un Toyota Yaris que al parecer está en buen estado, aunque su conductor no cuidó para nada la forma de estacionarse, dejando sobre la vereda la mitad anterior del auto y la otra, mirando aculatada hacia la calle. Rompo el vidrio con una piedra y no pierdo tiempo en limpiar las diminutas astillas que han quedado en asiento. Descerrajo la chapa con la cacha de mi arma y no tardo en dar con los cables de contacto que echan a andar el motor. Las cortinas de la casa que está frente a mí se mueven constantemente, pero nadie aparece por la ventana ni por la puerta principal. Un ejército de escarabajos marcha rápidamente en dirección norte y se pierde en la esquina siguiente antes que saque el auto de su inusual estacionamiento. Lo llevo lentamente calle abajo, hasta dar con avenida Las Industrias. El panorama es desolador. No hay un alma en las calles y tropas de escarabajos se deslizan constantemente en todas direcciones, en militar orden, pero desprendiendo de sus marchas una extraña algarabía. Avanzo entre los autos desperdigados por la avenida, tratando de evitar las masas informes de coleópteros que van y viene a su regalado gusto, más que amenazantes, jubilosos y juguetones. Santiago nunca lució tan deprimente, tan oscuro, tan muerto. Los frontis de las casas parecen signados por marcas destinadas a conjurar una peste bíblica y las pocas personas que vemos vagando por las calles parecen más zombies de mala película Z que los soberbios habitantes de la urbe que estaba acostumbrado a ver día a día. Brenda no ha vuelto a abrir la boca. Tomamos Departamental en busca de Santa Rosa, pero debemos desviarnos por las estrechas calles laterales, pues los autos abandonados clausuraron el paso en ambas direcciones. Es entonces que, en una de las esquinas, veo a un grupo de perros jugando alegremente, ladrándole al sol, involucrados en persecuciones circulares que terminan en mordiscos suaves y despreocupados. Me quedo mirándolos por un rato antes de seguir mi camino.

-¿No te habías dado cuenta?- inquiere Brenda.

-¿De qué?

-De los animales. Hace rato que los veo. Gatos, ratones, perros, pájaros… Son los únicos que parecen no preocuparse por lo que ocurre.

Probablemente tenga razón. La verdad es que no me he fijado. Durante todo el trayecto me he concentrado en buscar algún ser humano que parezca estar medianamente en sus cabales y no lo he encontrado. Quizás debí insistirle al viejo que viniera con nosotros, pero es muy probable que hubiera rechazado una y otra vez la oferta, convencido de esperar a los escarabajos que en algún momento, terminarían con su miseria.

Nos es difícil avanzar por Santa Rosa hasta llegar a Observatorio, a pesar de enfrentarnos constantemente a vehículos esparcidos en desorden histérico por toda la avenida. Nos detenemos frente a la casona de Bárbara, pero antes de bajar, Brenda me toma del brazo.

-¿Te das cuenta de lo que hiciste?

-Sí, maté a una persona, un tipo que no conocía, que nos amenazaba y que nos hubiera asesinado a nosotros de tener la oportunidad ¿Algún problema con eso?

-¿No tienes ningún remordimiento, ningún nube oscura en tu conciencia?

-No acostumbro a arrepentirme de las cosas que hago… si es que las recuerdo. Y estoy seguro que si no pensamos en algo pronto, no me quedarán muchos días para acordarme.

Golpeamos las rejas reiteradas veces. Por momentos, por mi cabeza cruza la imagen certera de Bárbara y Catalina siendo devoradas por espantosos y gigantescos escarabajos que están haciendo un ampuloso festín con sus vísceras. Quizás sea lo mejor para ambas… La puerta de calle se abre. El rostro de Bárbara ha perdido su exagerada femineidad producto de las ojeras y la barba incipiente que le adorna la barbilla temblorosa. Me maldice con la mirada antes de abrir.

El cansancio de todas esas horas se abate sobre mí una ve que puedo reposar mi cuerpo sobre el amplio diván de la sala.

-¿Me puedes decir quién es ella y qué vamos a hacer ahora?

-Ella es Brenda, trabajaba en el boliche de Mendieta… Tenía que ir a buscarla… No me preguntes por qué, pero tenía que sacarla de ahí… Y primero necesito descansar antes de hacer cualquier cosa, porque no he dormido nada y no fue una noche muy tranquila que digamos-. Abro una de las cervezas algo tibias que quedan en la mochila y me lleno la garganta de bilis amarga. Bárbara le indica a Brenda dónde hay un poco de agua para lavarse y en seguida, dónde hay una habitación para que descanse un par de horas.

-¿Un par de horas?- replico.

-Sí, Aníbal, un par de horas. Ni yo ni Catalina soportamos un minuto más encerradas acá. Si crees que tu noche fue mala, la nuestra fue peor, así es que trata de dormir mientras nosotras terminamos de preparar nuestras cosas para irnos, ¿okey?

-No vas a estar más segura allá afuera que acá a dentro. Ya he visto suficiente como para saberlo.

-Eso lo voy a decidir yo- espeta Bárbara, con total seguridad antes de dar media vuelta.

Me quedo solo en la sala, recostado sobre el diván, con la cerveza en una mano y cigarrillo recién encendido en la otra. Estoy seguro que salir de aquí no será mejor ni peor que quedarnos. Hasta ahora, los escarabajos no nos han hecho nada y no creo que lo hagan, quizás porque existe la posibilidad que todos los escarabajos del mundo sepan que los que yo cuidaba, prácticamente vivían en terrarios cinco estrellas y su matadero era de lo más pulcro y aséptico. Es una probabilidad. No creo que su indiferencia por nosotros sea casual. Javier, yo, los bichos, todo tiene una relación aunque estoy muy lejos de saber cuál. Por eso es que hasta ahora, aún estamos vivos. Por eso es que aún estoy aquí, retozando y pensando estupideces mientras dejo que el agotamiento me impulse muy lentamente a cerrar los ojos y dormir…

-¿Cómo estás?-. Es la voz ínfima de Catalina la que me despierta. Me quedo mirándola. A pesar de todo lo ocurrido, se ve hermosa. Ha recuperado el rostro y la postura desvalida de la edad que tiene, dejando atrás aquella actitud un tanto putanesca que tenía cuando llegó a casa. No sé cuántas horas han pasado, pero a través del ventanal que da a la calle, percibo el sol iniciando su retirada, imperturbable y ajeno a todo lo que ocurre en la faz de este asqueroso planeta arrasado por una especie… inferior… Sonrío y pienso en todas las veces a lo largo de la triste historia de la humanidad, en que nuestra soberbia nos ha llevado al borde del abismo de la exterminación y hoy, más que nunca, nos encontramos en el aire, en medio del fatal vuelo sin regreso que pensamos sería con paracaídas o montados sobre una máquina davinciana que nos llevaría con seguridad estólida a un nuevo suelo. Pero no fue así y cualquier pronóstico científico o ficcionado está lejos de todo lo que está pasando a nuestro alrededor. Le acarició la cabeza, sintiendo por fin algo de real ternura por la pequeña. Tras ella, al borde la sala, percibo la presencia de Brenda. No puedo definir la expresión de su rostro, pero supongo que todavía me recrimina por lo ocurrido durante la noche. En fin, algún día se le olvidará… si es que todavía nos quedan días por delante…

-Es hora de partir- dice, en voz baja, acercándose a paso lento.

-No sé si sea la mejor decisión- sentencio, sintiendo que no soy quien ha movido mis propias cuerdas vocales.

-Sería lo más lógico. Bárbara está preparando sus cosas desde hace rato para partir y creo que todos necesitamos un lugar donde estar tranquilos lejos de todo… esto…

-Ni siquiera sabemos lo que está ocurriendo fuera de la ciudad- replico. En ese instante, un sonido atronador remece las paredes de la casa. Nos miramos, buscando alguna explicación certera en los ojos ajenos, pero no la hay. Subo atropelladamente al segundo piso y desde la ventana de una de las habitaciones que mira hacia el norte, veo una naciente pero oscura columna de humo que se levanta aterradora, recortándose sobre el atardecer. No quiero imaginar ni deducir razones para aquel desastre que de inmediato, temo se esparza por el resto de la ciudad. Quizás es un motivo más y uno muy poderoso para dejar la ciudad atrás de una vez por todas, pero mientras Bárbara, Brenda y Catalina entran en medido pánico, un pequeño carabus auratus de brillantes élitros verdes, más parecidos a esmeraldas pulidas, me observa desde el otro lado del vidrio, moviendo rítmicamente sus patas delanteras. Me quedo observándolo mientras las primeras llamas de fantasmal altura se asoman sobre los techos chatos de las casas ubicadas a un par de manzanas. Sentimientos que no puedo controlar me ordenan imperiosamente volver a la casa de Ñuñoa, asegurándome a gritos y de rodillas que las respuestas que necesito están ahí, ahora… Pero yo no necesito respuestas, necesito que todo esto termine de una vez por todos, necesito volver a la vida que conocía, con sus defectos y virtudes, necesito ansiosamente recuperar el equilibrio absurdo de mis borracheras, de mi labor como cuidador de escarabajos, del silencio y la inmovilidad mental al que estaba acostumbrado… No necesito respuestas, necesito mi vida de vuelta… Pero aún así, les digo a las mujeres y a Bárbara que preparen sus cosas, que nos vamos a ir, pero que es absolutamente importante que pasemos primero por mi casa. Antes de recibir sus reclamos en mi rostro, invento que es probable que la salida norte de Santiago esté más despejada, que es mejor ir a la playa, a un clima en el que pocos coleópteros puedan vivir. Sé que es mentira, que ellos llegarán a cualquier parte, que ya no importa el fuego, ni el agua, ni los insecticidas, ni la temperatura, ni las oraciones. Ellos son indestructibles. Pero debo intentar tranquilizarlas y regresar a la casa. No sé por qué, pero debo regresar.

No demoramos mucho en preparar el auto para el viaje. Bolsos llenos de alimentos, maletas que apenas contienen ropa en desorden, y carteras componen nuestro equipaje. Yo me conformo con llevar una ración de alcohol desmedida y que Bárbara cargue entre sus cosas una buena dosis de cocaína. La convenzo diciéndole que no sólo será para uso personal, si no que también puede servir como moneda de cambio. De todas formas, siento un nudo en el estómago, porque aún no puedo explicar racionalmente esta decisión que a cada momento, me parece de lo más absurda. Iniciamos nuestro viaje lentamente, evitando las tropas de escarabajos que se han multiplicado en voracidad y cantidad. Muchas casas yacen en el suelo, socavadas por el hambre de los bichos que parecen festejar su hazaña desde las veredas, corriendo rápidamente hacia la siguiente vivienda. A lo lejos, avizoramos nuevas columnas de humo espeso. Ni una persona en las calles, ni en las ventanas de las casas que aún permanecen en pie. Algunas bandadas pasan por sobre nuestras cabezas, quizás buscando nuevos lugares dónde instalar sus nidos. Perros y gatos se pasean en libertad, conquistando los terrenos vedados a sus especies por tantos siglos. No quiero arriesgarme a suponer que los visionarios más catastróficos tenían razón y que ha llegado el momento en que la naturaleza, aburrida de tantas advertencias, ha decidido tomar el toro por las astas y poner las cosas en orden, retornar al equilibrio que ella y nosotros necesitamos. Me sorprende estar pensando en estas pavadas. Lo más probable es que se trate simplemente de un mal guión de ciencia ficción, en el que escarabajos mutantes acabarán con toda la humanidad y regirán el planeta a su regalado gusto, convirtiendo nuestras ciudades en gigantescos menhires y los túneles del metro, en nidos subterráneos.

Anochece. El avance se hace más complicado. La oscuridad es absoluta. Ellas permanecen en silencio. Bárbara también. Observan el entorno con monstruoso respeto, buscando alguna señal de vida que no llega. Al fin, arribamos a la casa que aún se mantiene en pie. Una cohorte se escarabajos nos recibe. Ellas no quieren bajar del auto, pero las abro la ruta con confianza, avanzando entre los bichos, cargando algunas maletas, esperando que tomen una decisión fatal, o bien, que simplemente permanezcan atentos a mis movimientos como lo han hecho hasta ahora. Abro la puerta y desde ahí, les grito para que bajen. La primera en hacerlo es Catalina. Entre las tinieblas logro divisar el terror cincelado en su rostro, pero aún así, camina entre las masas informes de escarabajos que se mantienen a cierta distancia, permitiendo la aparición de un sendero difuso pero seguro, que parece moverse como un endeble puente de cuerdas y tablas. Brenda y Bárbara no tardan en seguirla, más atemorizadas que la pequeña, que se refugia a mis espaldas, atenta a lo que ocurre afuera.

Busco algunas velas en la cocina. Ilumino escasamente la sala y les pido que me esperen mientras voy en busca de los cuadernos de Javier que desprecié en mi anterior visita. Quizás sean el único asidero que tenga para explicar lo que pasó. No a mí, pero si a los probables sobrevivientes de este caos. Aunque hay escarabajos corriendo en todas direcciones, la tranquilidad parece haberse apoderado de ellas y, con las piernas recogidas sobre los sillones, esperan mi regreso.

No hay señales de bichos en la planta alta. La habitación de Javier permanece inmaculada y pulcra. Dejo la vela que me acompaña al borde de la gaveta superior del armario, iluminando los lomos de las investigaciones de Kelly. Antes de comenzar a arrojar los libros sobre la cama, percibo ciertos cambios en su orden y que algunos de ellos, que no vi anteriormente, han vuelto a aparecer y otros, que pude revisar, no están. Entonces sé que las respuestas que necesito, están en el subterráneo, escondidas tras una puerta blanca.

Amartillo el arma y voy en busca de Javier. Ellas se mantienen en silencio al verme con el arma. Con gestos certeros, les pido calma. Continúo mi camino hacia el sótano. Avanzo mudo y felino entre los terrarios vacíos, apenas iluminados por la vela que sostengo con asfixiante angustia. Siento que cientos de escarabajos me vigilan, pero no puedo verlos entre las sombras que me rodean. La puerta blanca del laboratorio de Javier aparece frente a mis ojos como una interrogante solidificada en pintura descascarada y madera podrida.

-Sé que estás ahí. Abre la puerta.

Apunto hacia delante, a la altura de mi cabeza, que es la altura de la cabeza de Javier.

-Sabía que ellos te harían volver.

Su rostro luce pálido. El brillo de sus ojos ha sido devorado por la luz del cirio que ilumina el laboratorio. Sus manos tiemblan. Pero su voz es exactamente la misma.

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