miércoles, 18 de abril de 2007

Una Mujer Perfecta

Julio Carvallo fue siempre un soñador empedernido. Nunca había pololeado y las minas que se tiró no sumaban más de cinco. Demás está decir que nunca había tenido relaciones, excepto con su mano derecha.
Una vez, medio curado, me confesó que esperaba encontrar a la mina perfecta, esa que alguna noche iba a aparecer envuelta en seda y lo despertaría con el sonido de su flauta mágica, sacándole la ropa con la mirada y harían el amor flotando en una nube. Yo me reí y le dije que estaba chalado.
Julito Carvallo fue a comprar un CD de Pedro Fernández a la Feria del Disco. Eran las siete de la tarde y el Paseo Ahumada rebosaba de gente, olores multiformes y rostros medio psicopáticos. El cielo tenía ganas de llover y las vitrinas lucían un tanto apagadas entre tanto humo inclinado. Julito tomó Huérfanos con la intención de llegar rápido a San Antonio y ahí fue cuando escuchó el sonido más dulce de su vida. Se quedó estático, mirando en todas direcciones, tratando de descubrir de dónde procedía aquel rumor majestuoso e imaginó a la femme fatale cuyos labios encantados inventaban notas imposibles que su flauta convertía en hipnótico himno que poseyó sus pasos, transportándolo entre la masa amorfa e insensible que, por momentos, lograba devorar aquella fanfarria angélica que se lo estaba comiendo por dentro.
Julito Carvallo dejó que sus oídos le marcaran el camino. Hacia el norte, los sonidos dulces y melancólicos se perdieron entre los bocinazos de las micros. Hacia el oeste, encontró claras huellas de cercanía y aceleró el ritmo de su carrera, imaginando los ojos pardos de su princesa y las manos tibias que acariciaban el metal argentado de la flauta. Igualmente, imaginó la túnica pálida y vaporosa que envolvía su cuerpo también pálido y tenue, como la escultura perfecta que Fidias jamás logró concluir. Regresó a Ahumada y se clavó en la Alameda, aguzando sus sentidos. Sí, definitivamente su mujer, su sueño, su ángel estaba frente al Eurocentro, purificando la atmósfera gélida de los edificios y las marquesinas sucias que obligaban a la gente a agachar la cabeza.
La vieja sin dientes, gorda y pasada a tinto, miró a Julito que, deshecho y petrificado, se quedó parado frente a ella, observando la flauta traversa grasienta y abollada. Se metió las manos a los bolsillos y encontró una moneda de cien pesos.
–Gracias– susurró la vieja y volvió a colocarse la boquilla entre las encías adiposas y grises después de eructar.

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