jueves, 24 de abril de 2008

CARRUSEL


Siempre pensó que los caballitos del tiovivo tenían vida propia, que por las noches, cuando nadie los observaba, sus ojos de madera o plástico crudo, se movían tristemente en sus cuencas, buscando una escapatoria, mientras sus cerebros toscos se preguntaban por qué estaban ahí, atravesados por un pesado fierro oxidado que los amarraba siempre al mismo periplo circular, sin destino y sin sentido. Una vez mas, Aníbal observó los rostros quedos, tallados por quizás que oscuro artesano, y siguió el curso de su paseo oscilante y forzado.
De pronto, la maquinaria se detuvo completamente. Algunos zumbidos apagados se mezclaron con las voces vivas de los niños que comenzaban a desmontarse de los equinos de maciza y mal coloreada piel, ayudados por sus padres. Aníbal hizo lo propio con Alberto. Lo tomó por las axilas y lo levantó en vilo para luego, dejar que sus pies se posaran suavemente sobre la tierra.
–¿Qué vamos a hacer ahora?– preguntó el niño.
–Lo que tú quieras, Beto. Lo que tú quieras.
Caminaron entre los juegos mecánicos con lentitud. Aníbal deseaba disfrutar del rostro azorado del pequeño que miraba en todas direcciones, fascinado con los movimientos perfectos de las maquinarias que se abrían ante sus ojos como perfectos artilugios creados por un mago. Su mano derecha, menuda y regordeta, indicaba algunos aparatos, pidiendo explicaciones que Aníbal concedía gustoso, mientras la tarde caía sin prisa alguna.
–¿Quieres subirte al carrusel de nuevo?
El niño asintió con la cabeza. Aníbal dio media vuelta y caminó hacia el carrusel que continuaba dando vueltas lentamente sobre su eje. Los caballos inanimados embotaron nuevamente sus sentidos, un tanto atrofiados por el calor y la luz poderosa del sol en retirada que golpeaba su espalda. Y mientras Alberto, alborozado, intentaba abarcar con la mirada el paisaje que se deslizaba a través de sus ojos como el fondo de un taumatropo, Aníbal luchaba por evocar claramente el momento en que por primera vez, subió a un tiovivo, cuando sintió entre sus piernas el brío desbocado del caballo blanco que corría en círculos, volviendo al mismo punto en donde su padre lo observaba con gesto adusto y los brazos cruzados sobre el pecho, esperando que las vueltas parsimoniosas concluyeran pronto. Pero Aníbal no quería descender, Aníbal no quería que la carrera hacia ninguna parte terminara. Aníbal no quería volver a la casa. Entonces, el caballito de fantasía se convertía en un pegaso orgulloso y libre, y lo llevaba más allá del parque de diversiones, más allá del horizonte y de las nubes algodonadas que lo encerraban entre castigos eternos y golpes repetidos hasta en sus pesadillas. Así, Aníbal llegaba hasta la tierra prometida, en donde sin padre que lo vigilara mientras soñaba, podía pasar todo el día montado sobre un tiovivo gigantesco y orgánico, cabalgando hacia la eternidad.
El carrusel se detuvo bruscamente. El brillo de los ojos de Alberto desapareció y la algarabía cacofónica del parque irrumpió de improviso en los oídos de Aníbal. Subió a la plataforma metálica y cogió al pequeño.
–Ahora, vamos a tomarnos un helado.
Aníbal recordó que jamás su padre tuvo ese gesto hacia él. Los paseos por el parque de diversiones eran una rutina obligada, un espacio inanimado entre una cerveza y otra, horas perdidas e inútiles en que todos sus sentidos estaban centrados en el regreso a casa, en sus turbios y funestos negocios, en la prostituta que pagaría esa noche, y no al país de los sueños donde él vivía mientras el carrusel no dejara de moverse. Alberto cogió el cono con entusiasmo. Sus labios quedaron cubiertos de helado y Aníbal sonrió.
–Vamos a sentarnos a la sombra mientras te comes el helado– dijo, limpiándole la boca con la manga de su camisa. Caminaron hasta el muro que cerraba el parque, buscando la sombra amplia y fría que se extendía hacia el oriente, mientras las risas y la música quedaban atrás, tal como cuando Aníbal dejaba el parque de la mano de su padre, sabiendo que pasarían seis meses o más antes de volver a cabalgar sobre los caballos que lo llevaban lejos del rostro adusto del viejo encañado que caminaba a su lado, ignorando sus lágrimas y súplicas, más preocupado por el temblor galopante de sus manos necesitadas de unas gotas de alcohol.
Aníbal no quería que el pequeño Alberto pasara por eso. Por eso, utilizó ambas manos para rodear su cuello suave. El niño dejó caer el helado y trató de zafarse del torniquete que le cortaba la respiración, pero Aníbal sabía que no podría. Él no permitiría que Alberto pasara por el mismo suplicio por el que él pasó a lo largo de toda su vida, así es que presionó con fuerza, mientras las imágenes de esa tarde y de tantas tardes anteriores se le mezclaban en la cabeza, siempre signadas por el paso de caballos gigantes y poderosos, que lo llevaban en sus espaldas hacia el mundo que siempre soñó, pero que el mismo paso circular del tiovivo le había cerrado hacía tanto tiempo.

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