martes, 23 de septiembre de 2008

EL BUEN ESCARABAJO (Capítulo 3)

MARTES

The hole in me
That never sleeps
Born with me
It’s killing me
THE HOLE IN ME. BLACKFIELD

El local de Mendieta está lleno. De personas. De alquitrán tántrico cincelado en el aire costrificado. De vasos que se dejan llevar entre sombras y luces difusas. De cuerpos femeninos apenas cubiertos por retazos de telas vaporosas y lentejuelas opacas. De voces, música insípida y sonidos indescifrables, ineludibles, insignificantes. Me sumerjo en aquel miasma multiorgánico con cierto deleite y resignación absorta, buscando sacarme de la cabeza todas las desgracias que me ocurrieron durante el día, empinando vivazmente el primer vodka con tónica que el gordo me sirve entre los hálitos de una decena de borrachos que han convertido la barra en una trinchera indestructible.

Por ahí, entre los parroquianos ya eufóricos, logro divisar a Brenda, pero no a Alicia. Por alguna extraña razón, me da lo mismo. Pido otro trago y me quedo mirando a una morena de cuerpo escultural que se empelota al ritmo de de una melódica y desabrida balada de Aerosmith. La muchedumbre grita y jadea catártica, envuelta en deseo morboso de someter a la mujer que sobre el escenario, continúa danzando, pero con los ojos cerrados, para abstraerse de espectáculo cruel que no será nada comparado con lo que le espera en los privados, cuando una decena de ebrios babosos y mendicantes quieran llegar a un acuerdo con ella con el único fin de saber cómo se sentirán con aquellos labios gruesos y húmedos rodeándoles el diámetro moribundo del pene. Prefiero volver mi vista hacia los licores que Mendieta tiene a su espalda y ver una y otra vez las etiquetas, contar las botellas y suponer qué ocurre a mis espaldas sólo guiándome por las voces guturales que llegan densas a mis oídos.

-¿Estás esperando a Alicia?- El Humanoide aparece de pronto, sosteniendo un whisky, con los ojos ya enrojecidos y la voz destrozada por el cigarro.

-No- respondo con seguridad. -No esta noche. Más bien necesitaba relajarme un rato y al parecer, este no es el mejor lugar.

El Humanoide sonríe con sorna gélida. Se queda mirando el escenario con los codos apoyados en la barra y yo continúo la lectura de etiquetas por un rato, hasta que Brenda logra traspasar las diversas barreras humanas que la separan de mí.

-Supongo que hoy me contarás lo de los escarabajos- me dice al oído, empinándose levemente sobre los tacos de acrílico.

-No creo que sea el momento.

-Por lo menos supongo que esperarás a que termine mi turno para acompañarme a la casa.

-Sí- miento, mientras termino el segundo vaso. El particular efecto sedante del alcohol ya se me ha metido en las venas y siento que puedo decir cualquier brutalidad sin temor a arrepentirme. Pero Brenda no merece ser víctima de mis arranques individualistas y egocéntricos. La mentira a medias borracha es la mejor opción por el momento.

Me subo al Chevette. Abro la cajuela para buscar una superficie que me sirva para jalar. Encuentro un casete de Porcupine Tree que le grabé hace años a Diego, cuando tomamos por costumbre encerrarnos en su casa a fumar pitos y divagar acerca de la inmortalidad del cangrejo y la importancia de la papa en la sopa. Una introducción pinkfloydiana se desliza tenue por el interior entumecido del carro, mientras me destazo las narices con este polvo de mierda convertido en infinitas y minúsculas navajas que me rajan el interior de la nariz. Pienso dónde ir, dónde vagar para evitar que los escarabajos me encuentren, qué hacer para huir sin ser visto ni detectado y ya estoy pasando Plaza Italia en dirección poniente, camino a Estación Central, buscando uno de esos boliches de mala muerte en donde al menos, puedo tomarme una cerveza tranquilo, sin temor a encontrarme con alguien conocido que intente sacarme de la paranoia peregrina que guía mis movimientos, mis pensamientos y hasta la transpiración que se cristaliza en mi espalda, convirtiéndose en escarcha acusatoria que acrecienta esta sensación de compadrazgo con la muerte próxima que al parecer, viene atrás, a bordo de una combi negra y de aspecto sospechoso. Debe ser el mismo delirio megalómano que me obligó a dejar el Magia Negra, el que me hace imaginar esta persecución por las calles oscuras de un Santiago amenazado más que amenazante, silencioso más que festivo. Agónico más que vivo, seducido por coleópteros invisibles y gigantes cuyos ojos están signados por las luces inalcanzables de los postes que pasan junto a mí como esqueletos difusos de un lugar que nunca conocí.

No hay muchos tragos en esta barra. Apenas unas botellas medio vacías de pisco y ron y otras tantas de vino. No hay espejos y el suelo hiede a podrido, a porqueriza habitada por cerdos tísicos y famélicos, como los que ocupan las mesas cojas y sucias que me rodean. La cerveza está algo tibia y hasta sin gas, como si hubiese estado abierta un par de horas, esperándome. Me imagino que en unos años más, seré como estos viejos acabados; estaré fosilizado y moribundo sobre uno de estos asientos, frente a un vaso de pisco de mala calidad, casi sin ánimo de pensar o recordar, menos de develar el por qué de ese final tan vano y anónimo, tan silencioso y minimalista. Apuro los tragos y busco otro lugar, uno que no sea capaz de reflejarme, pero a poco andar, dudo que lo encuentre. Es más, estoy seguro que tal territorio ya no existe, que alguna vez tuve la oportunidad de vivir en él, de ser amo y señor de un país maravilloso, verde e iluminado, pero fui yo mismo el encargado de arrasar con aquella belleza, consecuente con la idea de ser relativamente feliz en un despoblado habitado por animales en eterna putrefacción, árboles incinerados hasta sus raíces y océanos secos y erosionados por mis propios pasos.

Regreso al Magia Negra, pero no entro. Me empolvo la nariz nuevamente antes de ir a comprar un pack de cervezas a la botillería de la esquina, casi convencido que el furgón que está a una cuadra del boliche es el mismo que vi por el retrovisor mientras iba camino a Estación Central.

Me quedo al interior del carro, buscando combatir el frío con algo de alcohol y otro par de rayas aguzadas como lanzas. Sé que estoy esperando a alguien, pero no sé si es a Brenda o a Alicia, aunque casi no he pensado en ella las últimas veinticuatro horas. Más tiempo me ha tomado comprender por qué me sinceré con Brenda y cómo diablos le puedo explicar lo de los escarabajos o cómo hacer que olvide aquel tema que dejé pendiente y del que nunca quise hablar, menos ahora que la situación se ha tornado tan absurda e inexplicable. El casete da vuelta una y otra vez y por momentos, me siento flotar siguiendo las notas largas de la guitarra, ajeno a todo lo que ha ocurrido. Es en uno de esos instantes de ensoñación amarga que alguien golpea el vidrio sobre el que apoyo la cabeza.

-Pensé que te habías ido- dice Brenda, una vez arriba del auto.

-A decir verdad, me había ido…

-Pero volviste. Eso es lo que importa- interrumpe ella, sabiendo que de mi boca rancia surgiría alguna brutalidad. Echo a andar el motor y parto en busca de la casa de Brenda, dejándome guiar por sus indicaciones, mientras por el retrovisor intento averiguar si el furgón que no me pierde pisada es el mismo que he visto toda la noche. Tengo que dejar de jalar… definitivamente…

Me recuesto en el sillón de la sala diminuta. Dejo que Brenda me sirva un vaso gordo de vodka con tónica y me quedo mirándola mientras el relajo la hace perder la actitud seductora con la que se pasea entre mesas y sillas en el Magia Negra, dotándola de un aura extrañamente femenino. Puedo ver a la mujer detrás de la cabellera escarmenada, el maquillaje excesivo y el sostén con push up, la verdadera Brenda que bebe con delicadeza distante, agotada, quizás un tanto arrepentida de tanta fantasmagoría nocturna impregnada en sus pupilas difuminadas y su sexo cosificado. Hablamos de ciertos capítulos de mi vida pasada, de mis viajes, lujos, mujeres, autos, carretes, aspiraciones… Ella no dice mucho de sí. Apenas se limita a escuchar con retraída atención mis andanzas y a sonreír cuando la ocasión lo amerita. Aburrido de mover la boca e intentar recordar ciertos capítulos indeseables de aquella banal odisea, le preguntó de su vida antes del Magia Negra. Ella no cuenta demasiado. A diferencia de lo que suponía (guiado por los denigrantes estereotipos del ambiente), tuvo una infancia feliz en el sur, que se vino a Santiago a estudiar, que se enamoró del hombre equivocado y que en lugar de volver con la cola entre las piernas a casa de su familia, optó por seguir el consejo de una amiga y comenzó a trabajar como bailarina y prostituta, vagando por varios locales del centro y la periferia hasta que llegó al Magia Negra donde por lo menos, el Gordo Mendieta le respeta horarios, días libres y le ha sacado de encima a clientes demasiado hostigosos.

Me quedo mirándola. Su voz me relaja, me hace olvidar la desaparición de Javier, la estadía de Catalina, la cocaína que cargo en el bolsillo, la muerte de Froilán Alzamora y hasta el crepitar obcecado de los escarabajos. Por momentos, los deseos de acercarme a ella y besarla hasta fundirnos los labios son irrefrenables, pero la desilusión latente que me congela el corazón me contiene aunque con bastante esfuerzo. El vodka continúa trasvasijándose en los vasos empañados y luego, en nuestras gargantas. Las palabras se deslizan por la habitación como pájaros de corta vida que se anidan en nuestros oídos ansiosos de experiencias ajenas y hasta inocentes esperanzas que nos saquen de la rutina dolorosa a la cual nos sometemos diariamente, como si los dioses hubiesen confabulado fuerzas fuera de nuestra comprensión para condenarnos premeditadamente a sufrir el calvario morboso en que han convertido nuestras vidas.

Las cortinas filtran la luz de la aurora. Por lo menos por esta noche, los escarabajos no terminaron con mi vida, aunque no dejo de pensar que bien podrían hacerlo cuando se les de la gana. Me despido de Brenda que ya está medio dormida y me enfrento a la helada brisa matinal que algo despeja mis sentidos embotados en vodka. Ahora recuerdo relativamente bien el camino de regreso y no tengo que dar tantas vueltas para llegar a Mapocho y luego, enfilar rumbo a Ñuñoa para ver qué ha sido de la vida de Catalina y de mis escarabajos. Todavía no me explico bien la huida de la noche anterior ni el pánico que sentí hacia los bichos, pero si tengo muy claro que debo reunir todas mis fuerzas y valor para bajar al subterráneo y descubrir pistas de lo que ocurrió.

Me detengo un segundo frente a la casa. Todo parece tan normal aún, como si durante las últimas semanas y especialmente, los últimos días, nada hubiese ocurrido. Como si estuviese parado en medio de una fotografía tomada hace cinco años. Tengo la esperanza de encontrar a Javier metido en el laboratorio y descubrir las mismas grietas, las mismas ampolletas quemadas, la misma comida pútrida en el refrigerador y los mismos platos eternamente sucios esparcidos por toda la cocina; las mismas cervezas heladas y la misma pasividad abismantemente quieta en cada habitación, en cada rincón, en cada canal de televisión que observaba como un tarado mientras esperaba que el tiempo pasara para hacer otras rayas de corta vida sobre el vidrio de la mesa de centro, mientras esperaba la noche para sentirme a mis anchas y tomarme las calles en busca de un poco de calor en conversaciones ajenas, tragos infinitos y las tetas de Alicia. Estoy pensando en esa utopía temporal, cuando dos tipos me levantan en vilo y a toda velocidad, me llevan hacia la puerta de calle, azotándome brutalmente contra la madera recia y descascarada. Aún sin entender muy bien lo que ocurre, abro como puedo, sólo para ser arrojado como un trapo viejo, sucio y hediondo sobre la alfombra despellejada. Un tipo vestido de comando elegante, de cabello muy corto y expresión fiera se me para enfrente. Sé que los otros dos tipos que me sacaron la cresta están de pie a mis espaldas.

-Ahora, conversemos- dice, con voz ronca y burlesca. Trato de levantarme, pero uno de los secuaces me coloca un bototo en la espalda.

-Esto puede ser muy corto y saludable o muy largo y doloroso. Es tu decisión, Gaete.

Lo miro como para hacerle saber que ninguna de las dos opciones me incomoda. Supongo que después de todo, no hay muchas cosas que me hagan daño ni que me dejen peor de lo que estoy. El gigante le ordena a los suyos sentarme en el sillón apolillado que mira hacia la calle. Uno de ellos se queda sosteniéndome por los hombros, mientras el otro comienza a pasearse un tanto nervioso por la sala. El que las hace de jefe, se pone frente a mí y acerca su rostro antes de hablar.

-¿Dónde está Javier Kelly?

-No tengo idea- De inmediato, un puñetazo me adormece la mandíbula, pero no demoro en levantar la vista nuevamente.

-Puedo preguntártelo todo el día hasta obtener la respuesta que quiero- amenaza.

-Es la verdad. No tengo idea.

Otro golpe me remece la cabeza. Siento la masa encefálica dar botes contra el cráneo por varios segundos antes de volver a enfocar las pupilas en el tipo con aspecto de matón de mala película de mafiosos que se queda mirándome con una sonrisa feble por largo rato antes de asestarme otro golpe y me sucede como con los tragos, después del tercero, ya no siento nada…

Así pasan los minutos. Lo único que sé es que necesito una cerveza y quizás esa sea la única razón que me convenza de inventar una mentira con la condición que estos brutos me dejen en paz. Pero mi funesto plan se va al carajo, cuando la pobre Catalina baja la escala a tropezones, implorando que no me golpeen más.

-De haberlo sabido antes, Gaete…- comenta el líder, mientras el más impaciente de los matones toma a Catalina por los brazos. El otro secuaz me levanta y me obliga a mirar como el mafioso de pacotilla amenaza con cortar el rostro de la niña con una navaja.

-Supongo que ahora sí nos vamos a entender.

Dudo por unos instantes. Catalina es una desconocida, una pendeja con una vida trágica y desperdiciada, como tantos otros millones de pendejas jodidas por sus padres golpeadores, por tíos pedófilos, por la pobreza congénita del tercer mundo, el hambre y la indiferencia, por una educación bastarda y uniforme, por una sociedad que a pesar de todo, continúa explotando y comerciando con carne tierna. Pero la pendeja que está ahí es Catalina y mal que mal, buscó protección en mí.

-Te juro que no sé dónde está Javier… Si lo supiera, lo habría ido a buscar yo mismo para sacarle la cresta por toda la mierda en que me ha metido, de verdad…

El gigante continúa paseando el filo de la navaja muy cerca del rostro de Catalina que se ha quedado congelada en brazos del otro invasor, con delgadas lágrimas recorriéndole las mejillas.

-No te creo, Gaete… Y la Corporación tampoco te cree. Mira, tú no tienes idea con quién te estás metiendo y sería bueno que pensaras un poco en que muchas cosas que la farmacéutica hace están fuera de la ley, que muchos lo saben, pero no hacen nada por intervenir. Ahora bien, tú eres un pobre huevón que quizás tuvo la mala suerte de estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado, junto a la persona equivocada, y estás pagando los platos rotos por culpa de tu amigote. Por lo mismo, comienza a pensar en tu bienestar y en el de la cabra chica porque se me está agotando la paciencia y no me voy a ir de aquí sin una respuesta, ¿está claro?

Invento lágrimas.

-No sé dónde está Javier, te lo juro…- protesto, con los labios salados.

-Te dejaré pensar en eso un rato, pero te tengo otra pregunta… ¿Dónde está Froilán Alzamora?

Esa no era tan difícil.

-La última vez que lo vi, me pidió ver los escarabajos y el laboratorio de Javier. Lo llevé al sótano y cuando volví para ver si necesitaba algo… ya se había ido.

-Qué coincidencia. Dos personas que están en contacto contigo, dos personas que desaparecen y tú no tienes idea dónde están… Me parece demasiado accidental…

-Es la verdad… la pura y santa verdad. Si quieres podemos bajar para que veas el subterráneo…

-¿De qué me servirá eso?

-No lo sé. Lo único que sé es que fue el último lugar donde lo vi… A lo mejor ahí puedan encontrar algo que les sirva.

El matón se queda pensativo. Mira a sus compañeros buscando afirmación o negación, aunque yo sé que ellos simplemente acatarán la decisión que él tome. Luego de unos segundos, me pide indicarle el camino hacia el sótano. Entre empujones y señales onomatopéyicas, los llevo hacia la puerta y los peldaños que conducen al subsuelo, primero entre los resplandores prehistóricos de los terrarios, y luego entre azulados pestañeos neuróticos, mientras el otro capataz arrastra a Catalina sin mucho esfuerzo y el líder recorre los pasillos que apenas lo contienen a él y las pistolas que recién percibo en las sobaqueras bajo su chaqueta negra. Lo vemos ir y venir una y otra vez, entre las celdas de cristal que me parecen más inanimadas y silenciosas que nunca, buscando rastros y señas de Javier y Froilán, obviamente, sin obtener resultados, hasta que de pronto, se dirige a mí lleno de ira, empuñando una de sus pistolas.

-¿Me estás viendo las pelotas, conche’ tu madre?- aúlla antes de golpearme con la cacha del arma en el pómulo izquierdo que escucho trizarse.

-¿Por qué?

-Ni siquiera tienes escarabajos en esta mierda, ¿quién te crees que soy?

Me quedo mirando las vitrinas que tengo más cerca con mayor detención. Sólo en ese instante me doy cuenta que el tipo tiene razón, que los receptáculos están vacíos, como si jamás hubiese habido un solo bicho en ellos. El gigante se me acerca con el rostro enrojecido y las venas de las sienes a punto de estallar. Me laza un puñetazo en el rostro que me obliga a cerrar los ojos por unos segundos, lo suficiente como para no comprender el aullido tétrico de Catalina ni explicarme qué diablos golpea mi cabeza como una lluvia de cáscaras de nuez. Debe ser una pesadilla, una de esas tantas que me provoca el exceso de cocaína y el trasnoche habitual. Abro los ojos esperando el sutil y triste retorno a la realidad, pero Catalina continúa gritando. Las cáscaras de nuez no son otra cosa que escarabajos cayendo del techo. Cientos de ellos, como cuentas de un infinito collar roto por una celosa diosa olímpica. Los matones, espantados y sorprendidos, nos liberan para defenderse de los diminutos atacantes. Catalina me abraza instintivamente, buscando protección, aunque continúa gritando histérica. La lluvia de escarabajos apenas me deja ver, pero logro dar con la balaustrada enteca que conduce a la planta superior y aunque el temor apremia, volteo para tratar de ver lo que ocurre. Los matones no tienen defensa ante los bichos que se les meten por la nariz y la boca, que horadan sus globos oculares y la piel de sus pechos y espaldas. Algo me indica que debo quedarme a ver el espectáculo, pero puede más el instinto protector de sacar a Catalina de ahí lo antes posible y evitar ser nosotros las próximas víctimas, así es que subo las escaleras tan rápido como puedo, arrastrando a la niña sin ningún cuidado.

Cierro la puerta y dejó atrás los gritos de dolor y el crepitar gozoso de los escarabajos. Me quedo sentado en el piso, buscando apagar el llanto de Catalina con caricias frías y mecánicas que, sin embargo, tienen resultado al poco tiempo. O quizás simplemente sea que los gritos que provenían del subterráneo se apagaron lentamente, convirtiéndose primero en agónicos clamores desentonados y luego, en gorjeos guturales, en chirridos casi inhumanos provocados quizás por las mandíbulas o las maxilas de los coleópteros destrozando las cuerdas vocales de los desafortunados soldaditos de la mafia corporativa.

Todo ha estado en silencio por largos minutos. Apenas si escucho mi respiración y la de Catalina, aún refugiada en mi pecho. Estoy seguro de percibir el movimiento del sol grisáceo que deja caer unos rayos sobre la alfombra roñosa, viajando impenitente hacia el oeste. Después de todo lo que ha pasado, necesito un trago para volver a recobrar el aplomo y esa es la razón que me motiva a levantarme y arrastrar conmigo a Catalina hacia la cocina. Luego de unos cuantos sorbos extensos de cerveza, creo tener el valor suficiente para bajar al sótano y confirmar lo que creí ver hace un rato.

No queda mucho de los tres hombres. Apenas unos girones de piel y otros tantos de tela, sus armas automáticas y algunos huesos que continúan siendo erosionados por los escarabajos hambrientos e insaciables. Me quedo mirándolos intentado pasar inadvertido, pero muchos de ellos voltean sus pequeñas cabezas para mirarme, mientras van y vienen por las baldosas de búnker que ahora, definitivamente, les pertenece. Supongo que no me harán daño. Ya quedó demostrado. Por lo menos no acabarán con mi vida hasta que yo les haga algo y no me voy a arriesgar a ponerlos en mi contra. Me retiro con lentitud y cierro la puerta, como si temiese interrumpir el sueño de un bebé. En seguida, voy en pos de Catalina que ha subido a mi habitación. Antes de decirle algo, la descubro mirando el tele, embebida. Un extra noticioso da cuenta de los salvajes ataques de escarabajos a personas de todo el mundo, incluso en Chile. Y no sólo eso. Las incontenibles hordas de coleópteros han generado caos en las grandes urbes al devorar cables, muros de metal, chips y fibra de vidrio, desmoronando sistemas computacionales completos, acabando con el tendido eléctrico de infinidad de ciudades, con seguridad en bancos, multitiendas y hasta casas particulares, amenazando la seguridad nacional de cada país del mundo. Y aún no se descubre un insecticida que pueda acabar con los bichos… Nada de esto es coincidencia y más que nunca, pienso en Javier, en el hijo de puta de Javier que debió advertirme lo que estaba haciendo. Y también pienso en mí y en mi estupidez congénita y la sumisión muda con que asumí mi labor de cuidador de coleópteros sin siquiera imaginar que esto iba a ocurrir… Bueno, ¿alguien lo hubiera hecho?

Le ordeno a Catalina guardar todas sus cosas en un bolso. Yo rescato un par de mudas de ropa, lo que me queda de mote, un pack de cervezas y dos botellas de vodka. Los escarabajos no son de fiar y debo alejarme de ellos lo antes posible. Echo a andar el auto y comienzo a dar vueltas por las invernales y aburguesadas callecitas de Ñuñoa antes de decidirme a partir hacia la fortaleza de Bárbara que en este momento, se me hace el lugar más seguro del mundo.

Nuestra llegada es atropellante y desbocada. Nos instalamos en la sala y de inmediato, me echo un taco de vodka al gaznate para iniciar el monólogo que justifica nuestra visita y el rostro aún estreñido de Catalina. Pero aunque me esfuerzo por hacer la historia creíble, los años de consumo indiscriminado de drogas y alcohol convierten mi narración en un cuento de hadas, en una alucinación cáustica de adicto ferviente antes de cerrar los ojos para pasar la volada. Es cuando el rostro de Bárbara adquiere su mayor expresión de rabia y desagrado, el momento en que Catalina irrumpe en llanto y palabras y gritos que corroboran todos mis dichos y poco después, Bárbara, convertida en una madre, está junto a la niña, prodigándole caricias que logran sofocar el incendio desesperado de sus lágrimas ígneas. Luego de servirle un vaso de agua a Catalina, Bárbara me toma fuertemente de un brazo y me lleva a un rincón dela sala.

-Mira, huevón, entiendo la mitad de los que está pasando y la otra mitad, no me interesa entenderla, pero los dos pelotudos me tienen muy asustada, así que nos vamos a ir de Santiago ahora mismo. Vamos a tomar la mayor cantidad de cosas que podamos y nos vamos a instalar en la punta del cerro más pelado y solitario que encontremos…

-No, Bárbara. No es para tanto. Escúchame… Los escarabajos no atacan a cualquiera. A mí y a la Cata no nos han hecho nada. Me fui de la casa porque ella está asustada, pero no hay para qué alarmarse tanto…

-¿Cómo que no? ¿Y los otros escarabajos, los que se están comiendo a la gente en todas partes? No, huevón, nos vamos de acá ahora mismo…

-Bárbara, confía en mí. Tomémonos unas horas para descansar. No he dormido nada desde ayer y antes de hacer cualquier cosa necesito despejarme. Por favor. Te juro que no va a pasar nada…

Ella me escruta con ojos de guadaña por largo rato. Luego, suspira resignada y me da a entender que acatara mis deseos. Me guía lentamente hacia una de las habitaciones multiplicadas en el segundo piso de la casona, hasta dejarme caer como una hoja seca, en un colchón fétido y estriado por manchas de las que prefiero no saber su procedencia. En el mismo instante en que me cubre con una frazada, cierro lo ojos y dejo que el agotamiento haga lo demás.

Veo a Javier en el laboratorio, trabajando incesantemente, tan concentrado y cejijunto como siempre. Me acerco para obtener todas las respuestas que estoy buscando desde hace tantos días, pero él parece no sentir mi presencia. Trato de tocarlo, pero mis manos lo traspasan como si se tratara de un fantasma. Trato de gritar, pero no hay sonido que emerja de mi garganta seca y siempre hipnotizada por el alcohol. Es entonces que sobre sus hombros veo en la pequeña mesa de operaciones, un escarabajo de dimensiones monstruosas, moviendo sus patas como si tratase de huir de las crueles torturas a las que es sometido. Tiene el vientre abierto y desde ahí, Javier extrae las crías vivas y aullantes. En mi mente, traduzco sus súplicas y siento su dolor exacerbado por bisturís y sondas que extraen líquidos desde todos sus órganos mucosos y palpitantes, hasta secarlos. El escarabajo gigante se convierte en una especie de cáscara fosilizada, de corteza intoxicada que se deshace apenas Javier entra en contacto directo con ella, disolviéndose en una pequeña tormenta de polvo que de pronto, se apodera del laboratorio hasta cegarme. Mis gritos se repiten hasta el hartazgo, pero aquella súplica obsesiva se pierde entre el polvo que me quita toda capacidad de reacción, anulando mis sensaciones hasta el punto extremo del dolor y la desesperación concreta. Y tan repentinamente como se formó, la tormenta de cenizas mortuorias del insecto se disuelve. Entonces abro los ojos y me encuentro junto al cuerpo de Alicia, en la misma e insana posición física y mental del domingo pasado.

Sí. Quizás todo no fue más que un mal sueño, una pesadilla buñuelesca recreada por un artista menor y en ácido, abrumado por su inherente falta de creatividad. Me apoyo sobre los hombros y la veo tan tranquila y relajada que me gustaría conservarla así para siempre, pero de inmediato pienso también en Brenda y en la imposibilidad de saber tanto de ella si aquello realmente fuese un sueño. Maldigo el mote que me injertado en la nariz y de inmediato soy rodeado por decenas de tipos macizos, vestidos de negro, insensibilizados por lentes oscuros e impenetrables que me sacan de la cama con brutalidad impune, arrastrándome hacia un pasillo cuyas paredes ondulantes atrofian una vez más mis sentidos, obligándome a cerrar los ojos y contener los deseos de vomitar, rogándole a mi cerebro despertar, emerger victorioso de esta especie de crisis de pánico, de imitación grotesca de esquizofrenia. Me encierran en una habitación de muros verdes muy brillantes, poblada de cámaras y luces a las que poco a poco me acostumbro. Es entonces que me doy cuenta que estoy en un set de televisión y que más allá de las cámaras y de las luces hay una cantidad infinita de público en graderías que se extienden en direcciones y ángulos sobrenaturales. La gente me abuchea. Escupe, aplaude, grita y se emociona como con cualquier otro imbécil víctima del estrellato deseado o casual. Una entrevistadora muy oxigenada y estirada me pregunta si alguna vez participé de películas pornográficas y yo respondo que no, jamás. Pero lo que la gente ve en pantalla son imágenes añosas de mis encuentros con Alicia, reflejadas en la pantalla verde que está a mis espaldas. Luego me pregunta por Catalina y trato de explicar lo que ocurrió mientras un enlace en vivo muestra a Marambio desde la cárcel, culpándome de haberme robado a la niña para hacer mi propio negocio. Vuelvo a negar. Veo a Brenda entre el público, llorando desilusionada. Veo a Alicia llorando junto a la animadora, culpándome de haberla violado, de haberle quitado su inocencia y sus sueños. Otra pantalla muestra a Mendieta arrastrado por los pacos que han clausurado su local por mi culpa, por haberlo convertido en un antro de trata de blancas y de tráfico de estupefacientes… Estupefacientes, huevón, qué palabra tan linda para hablar de drogas, pienso y sonrío sin querer y entonces la gente vuelve a abuchearme. Brenda se levanta de su silla y abandona el set. Sin preocuparme por nada más, la sigo, entre escupes, puñetazos e insultos, pero al salir del estudio, me encuentro otra vez en la sala de mi casa. Nada rompe el silencio de aquel espacio que se ha convertido en mi sacrosanto refugio de la sociedad, de las emociones, de los sentimientos, de mis virtudes, defectos, pasiones y errores. Aliviado, me dejo caer sobre la alfombra y cierro los ojos. Absolutamente nada interrumpe la paz y el silencio del lugar. Una vez más, pienso que todo no es más que una pesadilla y que lo mejor que puedo hacer es llenarme otra vez el estómago de cerveza y vodka. Quiero dirigirme a la cocina para buscar un vaso, hielo y algo de trago, pero al abrir los ojos, me encuentro en una habitación oscura y desconocida. Definitivamente, desperté. Definitivamente, tampoco es un sueño.

Me levanto en medio de temblores involuntarios producidos por la resaca acumulada. Encuentro a Bárbara y Catalina en otra habitación, viendo tele, ambas conversando alegremente.

-Tengo que salir- digo, con la voz seca y exhumada.

-Ten cuidado- replica Bárbara. Catalina simplemente se queda mirándome con los ojos vidriosos, como si temiera no verme nunca más. Le mando un beso a través del aire frío, teñido por los colores pastel del cuarto de Bárbara y doy media vuelta. Necesito una cerveza para recuperarme de aquella pesadilla dantesca y la cabalidad de mis sentidos abrumados por la caña penitente y los golpes que ahora, están surtiendo el efecto que los matones deseaban.

Me miro en el retrovisor antes de partir. Tengo los ojos y los labios hinchados y los pómulos maquillados por sendos hematomas. Hacía tiempo que no me golpeaban de esa manera, desde aquella vez en que un montón de narcos me dieron caza luego de haberles hecho una mexicana. Y en esa ocasión, tal como ahora, valió la pena el dolor. Echo a andar el motor y voy en busca del Magia Negra. Tengo que advertirle a Alicia de lo ocurrido. Tengo que contarle todo lo que ha pasado y convencerla de dejar la ciudad. Ya nadie está seguro. Ni siquiera yo. La histeria parece apoderarse de todos o quizás sea mi imaginación. Los vehículos no respetan señales, las puertas y las ventanas de las casas parecen reforzadas con palos y tablas para impedir el ataque de los coleópteros y los apagones se multiplican a mí alrededor, dejando que la luna en cuarto creciente ilumine mi camino parsimonioso. Entre tanta paranoia, pienso que debo relajarme y me detengo en la primera botillería que encuentro.

-Estos bichos de mierda están dejando la cagada- me dice el tipo detrás del mesón, masticando obscenamente su chicle.

-¿Sí?- le digo, como si no estuviera al tanto de nada.

-Sí, pues. Están comiéndose todo y parece que ya llegaron a Santiago… En Estados Unidos ya no quedan cultivos y los chinos ya no tienen ni arroz para echarse al buche… Hasta misiles les han tirado y nada, no pasa nada…

Tomo las latas de cerveza y lo dejo masticando su chicle, viendo su tele en blanco y negro, cubierta de grasa y polvo, estancado en el mesón donde supongo los escarabajos lo encontrarán para devorarlo. La iluminación artificial se extiende por un par de cuadras. Luego, caigo en las sombras otra vez, así es que detengo el auto y aprovecho la ocasión para bajar media lata y encender un cigarrillo que me acompañe hasta el boliche de Mendieta que, como siempre, esta casi lleno. Imagino que sin importar lo que pase, siempre habrá gente ansiosa de sexo, alcohol y drogas que ocupe estos locales, que no importa si se desata una guerra nuclear o si la mitad del mundo muere de lepra, el Magia Negra y otros tantos sucuchos similares siempre estarán abiertos y plagados de gente, de hombres y mujeres ajenos al normal curso de la vida, a los vaivenes grotescos y violentos de la realidad que atemoriza y subyuga como un ancestral emperador caníbal de un mundo que no es para nada imaginario.

Me instalo en la barra, como siempre. Mendieta sonríe porque el negocio va de maravillas. En el escenario, Jocelyn recoge las prendas de las que se despojo durante el baile. Jocelyn es un negra colombiana con un culo tremendo como zapallo y duro como fe de musulmán que provoca la algarabía calentona de los tipos que ocupan las mesas frente al escenario. El Chupete deja los interruptores por unos momentos para anunciar el siguiente show. Apenas escucho sus palabras, pero la reacción catártica de los espectadores me indica que es el turno de Alicia… Milena… Tan salvaje como de costumbre, demora sólo segundos en apropiarse de las tablas, en concentrar todas las luces, miradas y reacciones en ella, en su danza, en sus ojos feroces y su boca ardiente, en cada uno de sus movimientos cuneiformes y sus jadeos mudos, su boca convertida en manzana bulbosa, sus pechos levantados hacia el olimpo, su entrepierna como condena infernal pero necesaria y deseable hasta el hartazgo.

Me quedo mirándola también, un tanto abrumado pues no percibo en mi interior aquel flujo de magma que emergía en mis entrañas cada vez que la veía. Trato de forzarlo, de obligarlo a emerger de mis tripas ya remojadas en alcohol (lo que debería facilitar mi trabajo), pero aún así, veo a Alicia como si se tratase de una viejo video casero olvidado en alguna caja de cartón, con la cinta arrugada y la imagen ya decolorada. Me empino el último sorbo de vodka y me encamino al pie del escenario. Sin importar lo que sienta o no, debo advertirle lo que ocurre. Al fin y al cabo, su vida es más importante que la mía. En general, cualquier vida es más importante que la mía, incluyendo la de Brenda que, entre las sombras y la gente, viene a mi encuentro.

-¿Nos iremos juntos de nuevo?- me dice al oído. Le respondo que sí, que la esperaré, aunque no es un buen momento y tengo muchas cosas que contarle, cosas que ella ni siquiera se imagina y que ni siquiera yo me imaginaba hasta hace tan solo unos días. En seguida, la dejo atrás. El lento de Europe va a terminar y necesito imperiosamente decirle aquellas palabras a Alicia, pues quizás sean las últimas que le dirija. De eso, estoy seguro.

1 comentario:

loukamenguante dijo...

...llega la sensación de finitud, de amenaza y el protagonista -dentro de su podredumbre- tratando de salvar a sus seres ¿queridos?. Quizá la persona, "caída", conserve o propenda más a valorar a sus cercanos, así sean putas o cabrones (despues de todo o nada, son los suyos).

Me tomaré unos días para pasar al capitulo 4.